El mar no es más impresionante en la gran pantalla. Sin embargo, aunque la realidad supere a la ficción, siempre me han fascinado esas escenas en las que los protagonistas corretean por una inmensa playa solitaria.
Lo más frecuente suele ser un paseo en soledad.
Es decir, un ir ensimismado del chico o la chica, dejando profundas huellas en la arena.
La más inquietante de las orillas de cine que recuerdo pertenece a un título que desconozco.
Había un viejo cine parroquial en Arrecife y allí vi, siendo muy pequeña, una extraña película.
Don Ramón, que así se llamaba el cura promotor de esta experiencia dominical, era ciertamente un extravagante programador.
La sala o barracón se llenaba de mocosos y mocosas de entre seis y doce años y, en aquellas butacas crujientes, tan pronto te veías metida en una de cuatreros, como en mitad de una película incomprensible. Una película que, a esa edad tan tierna, podía aterrorizarte.
“El séptimo sello”, de Igmar Bergman, sin ir más lejos.
Pero la extraña e inquietante película a la que me he referido antes no era la del cineasta sueco, sino otra que comenzaba y acababa de la misma forma. Con un primer plano de una orilla, en blanco y negro, a donde iban a morir las olas. Un efecto dramático subrayado por una voz en off.
Un narrador lúgubre y grave que arrancaba una historia en primera persona.
No sé si entonces entendí perfectamente el texto de aquel off pero comencé a repetirme lo que recordaba y me lo aprendí de memoria. Lo rememoraba sobrecogida, muchas noches antes de dormirme.
El narrador decía algo así como: “Anoche tuve un sueño terrible. En las orillas del mar de Cádiz había un hombre muerto y ese hombre muerto era yo”.
Sólo soy capaz de recordar ese epílogo y ese desenlace, que era como un círculo o un rizo, principio y fin de un largometraje desconocido.
Me he preguntado muchas veces qué film sería aquel y he probado a interrogar a muchos de mis amigos cinéfilos, pero la verdad es que nadie sabe darme noticias de esa orilla de cine que se me quedó marcada a sangre y fuego.
Hay otras que son igualmente legendarias, pero de otra manera. Por ejemplo, las que bañan a dos amantes apasionados. Deborah Kerr y Burt Lancaster en “De aquí a la eternidad”.
Olas también en blanco y negro como las de las escenas culminantes de aquella “Rebeca”, de Hitchcock.
Un corretear allí por donde el mar muere, a veces, representa deseos de libertad. Como Antoine Doinel, en “Los cuatrocientos golpes”, de Francois Truffaut.
Pero es mar adentro donde las cosas se cuecen. Se ponen al rojo vivo en las historias de piratas. Escaramuzas y saqueos a cargo de honorables corsarios, bucaneros y caballeros de fortuna, en un escenario altamente coloreado.
De las películas de piratas siempre me gustaron los azules intensísimos que no eran exactamente el mar auténtico, el mar mismo, pero parecían conservar genuinos olores a sal y brea.
En alta mar, el destino puede jugarnos malas pasadas.
Pero ese es ya otro género.
En el libro de los naufragios hay páginas inventadas y otras, cruelmente reales, que siguen sucediendo.
Dolores Campos-Herrero es autora, entre otras obras, de los libros Fieras y ángeles y Veranos mortales.