Murió de pena mi amigo Honorio.
Vivía en la mar, con los peces y la arena.
No soportaba la imagen del nuevo Auditorio,
porque la música – decía – era cosa de sirenas;
ni los coches aparcados bajo La Puntilla,
su antiguo hogar junto a la concha y al pescado.
Una mañana, oyó el rugido de una máquina
limpiando la playa,
(ya no lo hacía la marea llena cuando ésta bajaba).
Hogueras durante la noche,
retrete de perros en la orilla
y ruidos de verbena sobre el marisco.
¿Cómo podría pescar así el choco o la morena?
Honorio pensó: “Vivir no merece la pena”.
Ya no le quedaba nada;
la peña La Gaviota, cerca de Las Canteras,
yacía enterrada bajo la nueva carretera;
el fondo marino, sin pesca, no le atraía,
tan solo un poco de sal le circulaba por las venas.
Un día, buscando nuevas veredas,
navegó mar adentro muchas millas,
el Teide como guía,
Único rey lejos de la costa,
miró al cielo,
habló al viento,
a las olas y al firmamento.
Su tumba estaría abierta en el fondo, – le dijeron -,
lugar para los pescadores buenos.
Haciendo un agujero en la dura quilla
se hundió en el mar despidiéndose sin miedo,
¡Cosas de viejos locos marineros!
Pedro Lezcano