Mi madre era delgada y tenía buena silueta. Recuerdo un bañador que tuvo; decir que lo recuerdo es exagerado porque lo que ocurre es que me llega su apariencia de una manera bastante vaga. Puede que tuviera una especie de fruncido elástico, como de nido de abeja. Puede que lo tuviera. O puede que no.
Sé de alguien que dirá que me empeño en no tener memoria, como si fuera el medio más certero de no tener tampoco edad.
¿Recuerdas aquel albornoz de mamá?, me pregunta. Y yo replico que no y se enfurruña.
Era un albornoz de playa y, a veces, discutimos tanto que finalmente no sé si verdaderamente lo he olvidado o simplemente lo finjo.
Siempre estamos discutiendo por lo que cada cual ha decidido guardar en el altillo de la memoria.
Del bañador que les hablo, no del albornoz, ni siquiera podría precisar de qué color era, ni cuál exactamente, su forma. Tenía, eso sí, aquella pudorosa faldita.
Todas las adultas, tanto si eran nuestras madres como si no, caminaban hacia la orilla del mar estirándola con los dedos. Un gesto pueril, como tantos otros, que hacía que sintieras cierta extrañeza. Eran los otros, los mayores y no era fácil entenderlos. Tampoco es que nos esforzáramos.
Los adultos eran distintos y nosotros estábamos satisfechos de ser diferentes, simplemente porque ese era el orden natural de las cosas. Éramos niños y punto. Eso sí, niños convencidos de que nunca creceríamos.
Si lo pienso bien, me doy cuenta de que la vida es como un escaparate lleno de bañadores y bikinis. Una gran vitrina en la que el pasado amarillea. Si se pudiera entrar en él, como un ladrón furtivo que por las noches se cuela en una tienda, me gustaría volver a enfundarme en un par de trajes de baño. Por ejemplo, en aquel azul, con una raya blanca y otra rosa.
O en aquel otro, caramba, que también era celeste.
Todos los que recuerdo tenían ese color. Azul como una ojera de mujer, según cantaba, aunque entonces yo ni lo supiera, la mejicana Toña, la Negra.
Hay veranos que están cargados de significado y otros que se esfuman y apenas dejan rastro como si ni siquiera hubieran existido. Pero, como el estante de Momentos Memorables apenas suele soportar una o dos fechas, es más fácil que los acontecimientos que nos gusta repasar terminen acurrucados junto a cualquier prenda. A mí me vale el bikini. El viejo bikini que en 1946 puso en órbita el modisto francés, Louis Reard.
Para quien no lo recuerde, “el dos piezas” tomó su nombre del archipiélago del Océano Pacífico, en el que Francia realizaba, por entonces, pruebas nucleares.
No hace falta irse a mares tempestuosos para que una violenta ola pueda arrancártelo del cuerpo; basta una marea del Pino o de Santiago.
Tal vez por eso, he decidido que en el estante de Sensaciones Perdurables no voy a poner el bienestar que te produce la suave lycra seca sobre la piel mojada.
Me voy a quedar con el tacto esponjoso en los dedos de una toalla llena de salitre.
C.L.
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