Catarsis ultraperiférica (Relato)

CAP.1

Cuando comienza a anochecer y el mar está a punto de tragarse el sol, me gusta asomarme al balcón, ver las largas sombras de los edificios, los últimos reflejos en las ventanas, los últimos rayos que no se resignan a desaparecer. Me gusta especialmente ese momento en que, ya habiendo desaparecido el sol, aún la oscuridad no se ha adueñado de este lado del planeta y de la ciudad se apodera una atmósfera especial, mágica, en la que todo parece posible.

Abajo, las personas se deslizan sobre las calles dirigiéndose a lugares que no me interesan lo más mínimo. No me interesan sus vidas ni sus pensamientos. Sólo me resulta curioso contemplar sus movimientos, sus andares, sus tropezones. Lo que siempre me ha fascinado desde niño son los coches. Pero no es que me interese la mecánica. Lo que me llama la atención es el desfilar continuo de formas y colores tan heterogéneos, cómo aceleran, cómo adelantan, su manera de aparcar, los sustos, los choques, sobre todo, en el stop que hay en la esquina de mi edificio, a la izquierda de mi balcón. Llevo la cuenta y, en lo que va de año, y estamos casi en marzo, ha habido cinco colisiones. Además, existe cierta tendencia de la gente a que la atropellen delante del edificio, sobre todo, porque cruzan con el semáforo de peatones en rojo. Yo también lo hago, porque dicho semáforo tarda una eternidad en cambiar a verde y uno llega a aburrirse de verdad allí plantado, sintiéndose ridículo y creyendo que los conductores se mofan de uno.

Antes, desde el balcón, podía ver el mar. Veía entrar y salir a los barcos del puerto. Ayudado de unos prismáticos me pasaba horas observándolos. De paso, también les echaba una ojeada a los edificios con la vana esperanza de encontrarme con algún desnudo de mujer, o mejor, con alguna situación criminal, tal como ocurre en las películas de la tele. Sin embargo, ya no lo hago. Han construido tanto que apenas si puedo ver un poquito de mar muy escorado en una esquina del balcón. Me resulta un poco triste buscar el mar y sólo encontrar un trocito azul. Por otro lado, no tengo una vocación muy desarrollada de voyeur y no me divierte mucho estar huroneando las vidas de los demás, que, como dije al principio, no me interesan gran cosa. Además, he perdido los prismáticos en algún lugar del remolino de papeles y agujeros negros en que se han convertido todos los cajones de la casa, sobre todo, desde que me dejó Karina.

Desde el balcón, les tiro tomates a los incautos viandantes cuando es de noche y no puedo dormir. Ya sé que es una acción despreciable y yo mismo la deploro, pero puedo sobrellevar muchas noches de insomnio gracias a este tipo de actos que, aunque molestos e irritantes para quienes los sufren, no dejan de ser totalmente inocuos. Procuro que los tomates estén un poquito pasados para que estallen desde que alcanzan el blanco. Yo quiero alcanzar el objetivo, mas no dañarlo. Me encanta cuando las víctimas estallan en maldiciones y se ponen a mirar en todas las direcciones. La mayoría se quedan mirando para arriba, normalmente al edificio equivocado, y, al poco, se marchan, furiosos. Algunos, yo los observo cuidadosamente desde otra habitación que tiene las persianas bajadas hasta un nivel desde donde puedo ver sin ser visto, montan guardia o se esconden, con la intención de pescarme por si repito el bombardeo a otro incauto. Los más atrevidos han llegado a tocar el telefonillo de los pisos, con el resultado de que a más de uno se lo ha tenido que llevar la policía, a instancias de los vecinos, irritadísimos con la interrupción madrugadora de su sueño.

Es que el insomnio es algo insoportable. La noche se me hace eterna y no hago más que dar vueltas y más vueltas en la cama. Finalmente, me levanto y me pongo a caminar por la casa, demasiado cansado para leer o escribir y demasiado despierto para dormir, así que el asunto de los tomates es en realidad una terapia que me he inventado. La angustia que me invade algunas noches es tal que tengo que inventarme cosas sobre la marcha para evadirme de ella. Cuando no tengo tomates o paso demasiado tiempo esperando en el balcón y me entra frío, entro de nuevo y pongo la tele, o me pongo a recoger la casa, a limpiar el suelo y el polvo de los estantes, a cambiar los libros de sitio… No es que esto me ocurra sólo desde que me dejó Karina, pero sí que se me ha acentuado, quizá un doscientos por cien.

Ahora me ha dado por escribir. No es que quiera ser Faulkner o Auster, no. Simplemente, me he dado cuenta de que cuando escribo, si bien me acuerdo de muchas cosas, me olvido de muchísimas más. Es un desahogo extraordinario. Así que algunas veces enciendo el ordenador y me pongo a darle a las teclas hasta que no puedo más. En ocasiones, hasta me ha sorprendido la mañana y el ruido de la talega de los panes en la puerta. No hay ni que decir que tengo la nevera llena de tomates. Tendré que hacerme macarrones y ensaladas para gastarlos… A Karina le encantaban los tomates. ¡Aquéllas sí que eran salsas de tomate para las pastas, aquellos sí que eran tomates rellenos, aquéllas sí que eran ensaladas con mucho tomate, lechuga, cebolla, millo y atún!

Karina, Karina, Karina… ¡Karina! Te fuiste un día y me mandaste al carajo. No lo dijiste, pero ése es el resultado, al fin y al cabo. Estoy en el carajo, de verdad. He desconectado el teléfono y sólo salgo a comprar el periódico y la comida. Sólo tengo que cruzar la calle… Karina, me cago en tu puta madre. Me has dejado hecho polvo. Casi escribo “porvo”. Tiene gracia, ¿eh? Me limito a escuchar los mensajes que dejan en el contestador y ya hace tiempo que no hay ninguno nuevo. Soy un náufrago en una ciudad abarrotada. Soy un náufrago en la isla más poblada de Canarias. Soy un náufrago al que los vecinos saludan cuando lo encuentran en el portal o en el ascensor. Soy un náufrago con ordenador.

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