La soledad en tierra extranjera puede tener efectos realmente extraños sobre un cerebro aparentemente normal.
De repente me veo a mí misma observando los trozos de nieve que se desprenden de los tejados, por el deshielo provocado por el ascenso de las temperaturas, con una mezcla de ternura y nostalgia de tardes enarenadas a la vera del Atlántico, en las que la cabeza acaba metida en la ensaladilla rusa del prójimo, huyes de la persecución de las olas arrastrando la toalla ladera arriba y el niño del vecino de sombrilla berrea alegremente una canción de Acqua hasta casi reventar tus tímpanos.
Cosas que antes detestaba, como la indigestión de salsa de cada febrero o la pasión obsesiva por el fútbol que parpadea en todas las cadenas televisivas o las discusiones familiares sobre futilidades o el agobio irrespirable de la calima o los apretujones de los mogollones o en las guaguas camino de la playa, se vuelven memorias idílicas.
Me añurgo a poemas de Roberto Sosa, a canciones de Radio Futura, a palabras fugitivas en un idioma familiar que capto en el metro entre las caras neutras de los suecos, callando su galimatías incomprensible para no molestar.
Contemplo en reverente silencio los cuadritos de las temperaturas en los periódicos y comparo esas diferencias que pueden llegar a cuarenta grados entre la nieve sucia de Solna y el solajero insultante de Las Canteras.
Se me saltan las lágrimas al leer on-line sobre los chandaleros, rompiendo cráneos de nuevo a lo largo y ancho de Santa Catalina, y las corruptelas municipales y el enloquecido caos de mascaritas inundando las ya de por sí intransitables carreteras de Las Palmas de Gran Canaria.
La eficiencia sueca puede resultar molesta en comparación: esas guaguas que llegan con puntualidad y regularidad escandinava, esas instituciones sin colas, esa reserva típicamente nórdica y el exacerbado respeto de todos hacia todo y todos. Esta falta de contacto humano, esta eficiencia quirúrgica, esta timidez enfermiza en las relaciones, este permanente conectarse a un teléfono móvil en busca de la conversación que niegan al vecino de transporte público.
Empiezo a observar con algo parecido a la lástima a estos acartonados, educadísimos, discretos y responsables suecos… tan cercanos a la perfección. Sus vidas me parecen frías y oscuras como el invierno en Estocolmo.
Cuando les veo corretear por el metro, cualquier fin de semana por la noche, cargados con sus bolsas del systembolaget a rebosar de cervezas, vinos y vodkas hacia su cronometrado ratito de esparcimiento y me pasmo por centésima vez con el ritual de la llegada a una casa ajena, que comienza con el inmediato abandono de los zapatos en la puerta para deslizarse en calcetines, medias o chanclas por el impoluto parquet de -quizás- unos desconocidos, me acuerdo del galo Astérix y me digo “están locos estos suecos”.