En tiempos de pan y plátano y perras para el cine, en esta isla ya se apreciaba lo multimedia, lo interactivo y lo virtual. Los chiquillos del barrio, con el bocata de plátano entre los dientes, que entonces no era bocata sino simplemente pan y plátano, nos sentábamos en el quicio de la puerta trasera del Teatro Cine Hermanos Millares, a escuchar el galopar de los caballos y el sonido metálico de las espadas en Ben Hur, o los disparos de la caballería americana contra los no menos ruidosos y fieros indios comanches.
Y en esto que la puesta de sol entraba por la calle de La Naval, bajando la cuesta desde la Avenida de las Canteras. Se iluminaban nuestros rostros con los últimos rayos de aquél otro compañero de juegos que se alejaba en el horizonte. Llenos de ilusión, nuestros ojos volvieron a contemplar durante muchas tardes, imágenes soñadas previamente a través de los sonidos procedentes de la sala de cine, mezclándose en nuestras mentes caballos y nubes, arena y plumas de colores, gritos de dolor y risas, sol y pescado, sabor de pan caliente y plátano dulce.
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