“Cuando dos caminos se separan… toma aquel que se dirija a la playa”. Hannah McKinnon

Viernes: con la brisa del norte llegan las nubes

La Barra, frontera de mar.

De lejos y a marea casi llena parece un rorcual gigante del que salen espumas cuando respira. Y cuando la mar baja porque la luna tira de ella desde el otro lado del globo aparece por fin el archipiélago La Barra, con sus islotes, cuevas y recovecos, en una ocurrencia del océano para evitar que la capital entera termine igual de mal y de profundo que la Atlántida. Si no fuera por el dique de sedimentos puesto allí por un lío geológico que data del Cuaternario, La Isleta podría haber sido hoy la novena isla canaria y probablemente la ciudad y sus tinglados estarían arrinconados más al Sur para de huir del río salado que se hubiera formado entre la Gran Canaria y su vecina. Por eso, y a lo bobo, a La Barra se le debe el istmo y todo lo que le flota encima, desde la playa de Las Canteras hasta los quioscos de los indios, las paradas de las guaguas, el Santa Catalina, los bolardos que crecen como setas en las aceras, los edificios de oficinas, los restaurantes chinos y malayos y hasta el puerto mismo, que sin este artificio muy natural quedaría absolutamente inservible por unas olas de procedencia oeste que le habrían llegado por la retaguardia, estampando todo lo que se mece en el agua contra el dique Reina Sofía. Este panorama ciertamente cataclíptico bien podría haber tenido lugar a esta orilla del siglo XXI y, además, de la manera más tonta si el ingeniero León y Castillo no manda parar. Y es que desde tiempo antes, pero que mucho tiempo, la piedra porosa de La Barra terminaba de pila en los bernegales para filtrar el agua. Pero no sólo eso, sino también acababa en algunos sillares de la Catedral y las casas mas señeras de Vegueta, sin imaginar el novelero que donde ahora hay fachadas antes hubo cangrejo. Pero a aquella evidente agresión del dique natural hay que añadir otras patologías propias. Cada año le caen. losetas y hay hasta piedras milagrosas que caminan a un metro por año, según el recuento de velocidades que ha realizado Francisco Bello, de la asociación La Barra, datando a un tenique en concreto de unos cuatro metros cúbicos que en la última mitad del siglo se ha ‘organizado’ un paseo de 50 metros sobre su superficie. Además hay fenómenos como El Ascensor, que recibe el nombre por su capacidad de elevar y bajar enormes cantidades de agua para relajo de la chiquillería, que se deja flotar como un corcho, y que no es otra cosa que una mordida al sedimento de 25 metros de ancho.

Por todos estos motivos y algunos más como la aparición de grietas, Bello y compadres buscan 15 millones(Pts) para hacer un estudio que permita saber cuantos de vida le queda al sistema, y tambien para intentar reparar los resquicios con corriente eléctrica, igual que se hace ya en los arrecifes coralinos, con una malla a 12 ó 24 voltios sobre las fallas capaz de engatusar a los microorganismos a que se queden pegados al muro, y santas Pascuas. Aprovechando la tensión también se podría colocar otro cable de 320 voltios para evitar el catálogo de estúpidos que aparecen con nombres, y la fecha de la tropelía, grabados sobre los charcos del sitio. Así, cuando clavaran la puntilla en el marisco para marcar el nombre podrían ser premiados con un muy oportuno calambrazo. Porque también es cierto que La Barra, a la que se debe la ciudad toda y ha sido la cantera de arena de la playa, el reducto de amores escondidos detrás de sus peñas, el criadero de sargos, gueldes, morenas, burgados, lapas, rayas y viejas navega sola en la desidia y a veces tiene que venir gente de fuera, como el alemán Sebastián Uhn que se llega asfixiado con su cicerone Carlos Camón, para captar que el the reef it’s wonderful que es lo que canta mientras resbala que da gusto en un paseo que tiene más de espacial -por los trompicones que se pega-, que de pura investigación y pulpeo.

Así que antes de mirar si el océano se crece por la descongelación del polo, mejor será echarle un vistazo a La Barra por si decrece y manda la ciudad al marrajo.

Reportaje publicado por el autor en el suplemento “Capital” del periodico La Provincia-DLP en marzo del 2001

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