“Cuando dos caminos se separan… toma aquel que se dirija a la playa”. Hannah McKinnon

Miércoles de playa

El año del diluvio (Cuento)

Empezó a llover en la playa. Se anegaron las calles que desembocaban en el paisaje amarillo de la arena; las latas vacías navegaban como barquitos a la deriva.

Y llovió y llovió tanto que el agua se fue filtrando por las rendijas. Y la orilla del mar se fue confundiendo con las puertas de las casas y, por más que se resistieron, los muebles se quedaron lamidos por aquella lengua avariciosa y desconocida.

Al principio, los vecinos del barrio no se lo tomaron muy a pecho. Pero, a la semana de estar lloviendo, las camas, las sillas y las mesas flotaban a su antojo y los hombres y las mujeres se hacían cruces y toda clase de buenos propósitos para el futuro.

La iglesia de la Luz y la de San José se llenaron de gente para contento del cura.

Pero como quiera que las oraciones parecieran caer en saco roto, (como si fueran tantos y tan imperdonables los pecados que los santos y vírgenes juntos no pudieran hacer nada) las mujeres se echaron a llorar como Magdalenas.

-Más agua, no, por favor -imploró una feligresa llamada Dorotea, que para aquellas cosas era muy entera.

Tres semanas después, se habían trasladado todos a vivir a los tejados.

No era ciertamente cómodo. Tampoco era saludable para los más pequeños. Entre el salitre del mar, el rocío de la noche y el agua de las calles (un pantano, a esas alturas) eran frecuentes, los resfriados.

Fue nuevamente la devota llamada Dorotea la que decidió que habrían de empezar de cero. Por ejemplo, reconstruyendo todo el vecindario de Playa Chica detrás de las montañas, en aquel valle lejano que era tenido por fértil desde siempre.

Y así lo hicieron.

Y fue una elección sensata. Porque, allí donde antes estuviera el paseo de la playa, siguió lloviendo por lo menos un año entero.

La arena sumergida se llenó de nuevos habitantes anfibios pero el agua no llegó hasta las cumbres en donde se encontraban todos esperando a que amainara.

También estaba, naturalmente, la protagonista de una bonita historia de amor.

¿Qué iba a hacer allí en aquellos caminos enlodados?

¿A quién podría enamorar como no fuera a una rana?

Por culpa del temporal, la chica, que se llamaba Virginia, no terminaba de conocer a Pablo. Estaba escrito en alguna parte que sus destinos deberían cruzarse.

No ocurría tal cosa y a ella no le quedó, por tanto, más remedio que irse a sembrar la discordia entre gentes que nada le había hecho. Porque pocas criaturas tan rencorosas como las bellas que esperan inútilmente grandes cosas que no llegan. Las bellas y dulces que se quedan compuestas y sin un bonito romance.

Hay que decir que quienes antes habían constituido el vecindario de Playa Chica, ahora eran inexpertos agricultores. Cada mañana oteaban el horizonte deseando ver el final de aquel chispeo que caía únicamente sobre el litoral de la ciudad amarilla.

Quien más y quien menos se había ido acomodando, menos la muchacha que se había quedado sin romance.

Dicen que, pese a que el maldito diluvio no acababa, un jueves de diciembre se cansó de esperar.

La marea había vuelto a reclamar lo que era suyo y se extendió hasta la ermita de san Telmo y hasta los antiguos arenales y no existían ya ni las esquinas, ni las tiendas de siempre, ni los jugadores del dominó del parque.

El nivel del elemento líquido llegaba a las faldas de las montañas que quedaban al oeste, aunque en el resto de la ciudad, la inundación estaba todavía al nivel de las patas de las mesas camillas.

Pero, a esas alturas, la chica sin historia no podía ya más.

Se lamentó y se preguntó qué iba a ser de ella.

Ella, que odiaba el campo, que no sabía plantar papas ni recoger tomates.

El mar, naturalmente, era cada vez más vasto y desde la distancia podía verse su superficie salpicada de antenas de televisión.

Ahora resultaban mucho más absurdas algunas piscinas climatizadas de los que fueran viejos áticos de súper lujo.

Sin amor, no me quedo-gritó la chica y bajó casi volando montaña abajo. Dicen que sintió el agudo pinchazo de las flechas de Cupido cuando llegó a lo que antaño había sido la confluencia de Bernardo de la Torre y Luis Morote.

Allí estaba él, su Pablo, el Pablo que le estaba destinado; las lluvias no le complicaban la vida porque lo suyo siempre había sido navegar. Y, por cierto, el mar es tan ancho que bien mirado, aunque crezca, apenas si se notan las diferencias.

Era la primera vez que su atunero recalaba por estos mundos. Lo trajo un viento boreal que nunca había soplado en dirección sureste.

El destino tiene esas cosas.

A Pablo le sorprendió el silencio y la cantidad de gaviotas y los restos de algún extravagante mobiliario que flotaban como si fueran boyas.

Entre un armario de dos cuerpos y un cuadro abstracto que, según su autor, representaba una marina, vio a una chica que nadaba sin energía.

Tenía el pelo mojado, trenzado en dos mitades y el cuello alargado como las sirenas que antes llevaban los galeones como mascarón de proa.

Ella no entraba en sus planes. La salvó por la fuerza de la costumbre.

El había decidido tener una novia en cada puerto y no casarse nunca y ser libre como los todos los marineros que no se comprometen, pero contra todo pronóstico, allí estaba aquella largirucha a la que tenía que salvar.

Hasta el más tonto sabe que un gesto así tiene sus consecuencias.

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