……Y tuvo suerte e inteligencia para, poco a poco al principio, más a prisa luego, procurando no imitar en lo derrochón a su padre, reunir una pequeña pero saneada fortuna, parte de la que acabó invirtiendo en adquirir por medio de algún tejemaneje con la administración un estanco en mi calle de Ferreras y que de inmediato puso en manos de una viuda que lo administraba; lo que a la larga supuso unas saneadas rentas que acrecentaron sus caudales.
A mi compadre, que apadrinó a mi Juanillo el chico, llegó con el tiempo a tenérsele en el barrio por hombre juicioso y adinerado y aún dueño de dos casas terreras en La Naval así como un pequeño comercio o bazar “de indios” en la explanada del Muelle Grande, que regentó en su nombre un enjuto y moreno individuo que fingía ser indio o jarabandino y era en realidad de las medianías o de Valsequillo. El nunca llegó a negar o afirmar aquellos rumores y no hacía más que sonreír de forma enigmática. Socorriendo, eso sí a más de uno de sus conocidos cuando se lo pidieron pues yo bien sé que en el fondo era hombre de buen corazón.
Pero bueno, que me estoy enrollando, lo sé. Yo lo que quería aquí contar era el misterioso enlace que parecía existir entre padre e hijo y las aves marinas locales, sobre todo los guinchos, esos avechuchos que a mí nunca me han gustado y que eran, con los pequeños graos y las gaviotas los que en más de una ocasión me hicieron feroz y chillona resistencia al yo intentar botar al mar y subirme a mi propio barquillo que estaba varado en las arenas de El Refugio.
Sucedió que cierta tarde noche de fines de verano nos encontrábamos Juanito mi compadre y yo con dos buenos amigos, militares ellos y un peninsular muy locuaz llegado a la isla hacía poco, que se asombraba de todo lo de esta nuestra tierra canaria.
En alegre grupo ya habíamos pasado por algunos timbeques de la zona y alguna que otra tienda de las de aceite y vinagre que lo mismo vendían millo o alfalfa o sobre un mostrador recubierto de claveteado cinc separado del resto por una rejilla de tiras de madera despachaban ron de garrafa y chochos amargos o salados o pejines o pulpo jareado para enyescar.
Después de pasar también acaso por los bares Jandilla que daba a la playa, el Farol o el Toledo y el de la sociedad del Victoria recalamos en los que se iban abriendo por La Puntilla, en uno de los cuales ya mezclamos el ron con el vino tinto, abocado o malvasía de Lanzarote, cerveza de La Salud y hasta algún que otro whisky de importación que empezaba a popularizarse por aquí. Allí enyescamos papas arrugadas con mojo, pescado jareado, unos berros frescos, chochos salados, aceitunas de Temisas, etc. Y al curioso y narigudo peninsular, ante su inicial sorpresa y desconfianza se le sirvió “un poco de cemento” que era el formado por gofio de millo bien amasado con sopa de pescado y un poco de cebolla.
Allí, a mi parecer y al posterior de alguno de los presentes, sin en aquella ocasión hacer gala de su habitual prudencia, mi compadre acabó sacando del bolsillo del pantalón un rollo bastante gordo de billetes de mil pesetas, que mostró jactancioso una y otra vez hasta acabar llamando a mi modo de ver la atención de quienes estábamos en el concurrido timbeque. Hasta el mismo tabernero, que creo que era de Telde, hubo de sugerirle que no volviese a hacer aquello allí, que no se podía hacer cargo de la posible o dudosa falta de honorabilidad o villanía de toda la concurrencia.
La verdad, resultó que todos los componentes del grupo de bebedores “jalamos” bastante hasta terminar bien “mamados”, unos más que otros y tener que salir casi a empujones porque el bar se cerraba a determinada hora nocturna según disposición gubernamental.
Yo, con aquella gran mamada o tajada, que todo da lo mismo, nunca supe como conseguí llegar a mi casa, procurando en lo posible al entrar no despertar a mi gente y haciendo, eso si que lo recuerdo, desahogada y prolongada micción en el umbral del zaguán.
Pues bien, si no al día siguiente, si a los escasos del incidente se corrió por el barrio la voz de que Juanito Curbelo, mi compadre había desaparecido como de repente.
Se estuvieron haciendo las indagaciones pertinentes, intervino la autoridad, primero los guindillas municipales y luego la guardia civil que nos interrogó una y otra vez, sobre todo a los componentes de nuestro borrachín grupo con quienes había sido visto por última vez el desaparecido. Pronto cundió el rumor de que Juanito Curbelo el Lapa tenía en tal ocasión encima una fuerte cantidad de dinero que de forma imprudente estuvo mostrando en varios sitios, por lo que se llegó a sospechar de algún atraco nocturno o algo peor, pero lo cierto fue que al no haber evidencias, la autoridad no llegó a ninguna conclusión y el caso, aunque llamativo por lo poco común, fue olvidándose, relegándose acaso más bien a los recovecos de la memoria colectiva.
También se llegó a suponer que muy bien pudo el desaparecido haberse caído al agua del Caletón o de las mismas Canteras, por acá de la barra naturalmente, en la última de sus reiteradas salidas del bar al exterior para desahogar la vejiga en la marea. Previniendo tal contingente, algunos barquillos a disposición de la autoridad navegaron una y otra vez, a marea baja y a marea llena recorriendo la pequeña bahía más aquí de La Barra, usando de gafas acuáticas, cajoncitos con el fondo de cristal y otros artilugios apropiados para reconocer el fondo marino y los grupos de algas, siempre sin resultado positivo alguno.
Y el misterioso caso de la repentina desaparición del cambullonero Juanito Curbelo el Lapa, mi compadre, pareció quedar de momento como uno más sin resolver, casi legendario, sucedido allá por los años cincuenta del pasado siglo en mi playa de Las Canteras.
Pero hete aquí que algún tiempo después, en cierta mañana del mes de septiembre, una vez pasadas las mareas del Pino…
Cuando ya habían pasado tanto los días que semejaban interminables y sofocantes de la “panza de burro” como toldo celeste y los rigores de un verano cálido y luego ventoso que había descargado sobre la ciudad la habitual calima seguida de días y días de asfixiante ambiente enardecido que alternaron con jornadas de verdadera calma chicha y la llegada del viento con las altas mareas septembrinas consubstanciales con el tiempo atmosférico y el lugar insular, al recambio de los vientos alisios, destacando la bonancibilidad del clima canario, con una excelente transparecia de la atmósfera, sucedió el desenlace de la historia que vengo contando.
En la plácida mañana, como digo, en momentos de la marea baja, más allá de la barra por donde en el pasado se había agrandado una de las tres entradas en ella labradas frente al Caletón, algo vino a llamar en especial la atención de uno de los guinchos que con sus parientes las gaviotas solían sobrevolar el terreno en demanda de pitanza comestible. Debió de observar a flor de agua algo que atrajo de inmediato su atención pues aleteando y graznando una especie o tipo de aviso a sus congéneres se lanzó como una flecha sobre lo que, pegado a la roca, blanqueaba y en aquel momento brillaba reflejando los rayos solares, que parecía adherido de alguna forma al extremo de una vieja y oxidada boya metálica. Pero, a pesar de repetir el intento secundado de inmediato por el grupo de chillonas gaviotas que acudieron a su reclamo, ni el fuerte pico ni las garras engarfiadas pudieron lograr su propósito, por lo que el alborotador guincho aumentó el volumen de sus frenéticos gritos, formándose allí una gran barahúnda; ni más ni menos que cuando en aguas del puerto, por donde se alzaba el lacustre Real Club Náutico por el Sanapu junto al Muelle de Santa Catalina el conjunto de aves marinas de la zona descubría algún resto de comida, lanzado a propósito por la borda de alguno de los barcos por allí surtos.
En aquella ocasión me encontraba yo frente a la calle Ferreras, aparejando mi barquilla para salir con ella, alzada la vela latina, dispuesto a bolinear a uno y otro lado de La Barra.
Intrigado dejé lo que estaba haciendo y me fui largando sobre las escurridizas lajas del marisco hacia el arranque de la barra dichosa. Y, de pronto, tuve como una intuición que me hizo retroceder como un rayo a por el bote, a frenéticos empujones botarlo al agua y a fuerza de remo llegarme a donde bullían gaviotas, guinchos y hasta los garajaos o charranes en vísperas de su atávico viaje al África, como aves migratorias que eran.
Con la pala de uno de los remos, a golpes procuré alejar a todos aquellos bicharracos que chillaban a más y mejor volando en amplios planeos y fuertes aleteos en derredor mío.
En principio tan solo vi sobresaliendo algo del agua, lo que me pareció una extraña flor blanca y brillante que surgía al lado mismo de una vieja boya descolorida. Pero, al aproximarme más, comprobé aterrado y suspenso el ánimo que lo que yo había tomado por blanca flor acuática era una mano esquelética, humana, aferrada al extremo superior de la cadena que anclaba a la boya al fondo, inmediatamente al costado exterior submarino de La Barra.
Debido a la transparencia del agua en aquellos momentos pude vislumbrar un brazo, una cabeza o más bien una calavera descarnada y en fin, un cuerpo compuesto de huesos tan solo y que acaso se mantenían unidos entre sí merced a los jirones de las prendas de ropa que deshilachadas todavía parecía vestir.
Claro, allí mismo se me vino a la mente el recuerdo del desaparecido Juanito el Lapa, mi compadre y sin más, gritando, remando con desespero me dirigí a tierra para dar a conocer la trágica novedad a quienes ya me observaban intrigados en la orilla del Arrecife, de la Playa de las Canteras.
Efectivamente, cuando el esquelético despojo humano fue rescatado, desprendido de la cadena a la que durante meses y meses había estado aferrado sin ser descubierto jamás, por la deteriorada documentación encontrada en una no menos estropeada cartera se acabó confirmando que era quien en vida había sido Juanito Curbelo el cambullonero, que sin duda había perecido ahogado en la misma noche de su desaparición de entre nosotros y que de alguna forma fue arrastrado por las corrientes marinas hasta el recoveco rocoso de fuera de la barra y que resultó su tumba durante todo aquel tiempo.
En uno de los bolsillos de su ropas se encontró intacto pero inservible, convertido en un mazacote de pasta de papel, el rollo de billetes que una y otra vez había mostrado en tan infausta jornada el extinto.
Y, curioso de verdad: con respecto al hallazgo de los cuerpos sin vida de padre e hijo, cambulloneros ambos, tuvieron gran importancia los inquietos guinchos del lugar que avisaron a las gentes con sus alborotadores y típicos chillidos.
FIN
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