“Necesito el mar porque me enseña.”. Pablo Neruda

El Gobierno de Canarias declara la alerta por fenómenos costeros a partir de las 22.00 h. de este jueves: la previsión meteorológica apunta a mal estado del mar con oleaje de mar combinada de cuatro a seis metros de altura.

De Cambulloneros y Guinchos (Novela corta. 1ºParte)

En tratando de sucesos de muertes extrañas y misteriosas desapariciones ocurridas aquí, en las cercanías de Las Canteras, bien que recuerdo todavía el sucedido de mi compadre Juanito Curbelo, de mal nombre “el lapa”, que le venía de familia, allá por los años cuarenta del reciente pasado siglo; en plena etapa franquista, como gustan de decir los periodistas de hoy en día.

Vivía entonces yo en la casa terrera que mis padres habían levantado con muchas penurias en la calle Ferreras, casi al ladito del cine-teatro Hermanos Millares, vecino de la heladería de los alicantinos y de algún que otro bazar de indios que habían ido apareciendo, el estanco de Eduardito el peninsular, la tienda de aceite y vinagre de Rosita la majorera, etc., etc.

Yo tenía varado mi barquillo con los de los demás pescadores de La Puntilla, casi enfrente de las casas a donde iba luego a fabricar y trasladarse el Club Victoria… En el conocido rincón playero de El Arrecife, vaya.

Mi “María del Pino´” fue de siempre muy manejable y maniobrero, tanto a vela como a remo, pero, por las cosas de la vida acabó siendo más bien objeto de juegos para la chiquillería del barrio, posadero fijo de gaviotas, guinchos y, sobre todo de los condenados garajos que hasta me hacían frente chillando y dando picotazos a todo meter cuando iba yo a armar mi propiedad; pero, en fin…

De lo que yo quería hablar aquí era de lo que un día le pasó a mi compadre Juanito Curbelo.

Sucedió que por aquellos años de después de las guerras, y con bastante fortuna a lo que parecía se dedicó por completo al cambulloneo en el Muelle Grande. Aunque mi compadre ya trabajaba firme por su propia cuenta, los comienzos del oficio, después de estar algún tiempo como estibador en la carga blanca, los hizo, claro está, a la sombra y amparo de su padre, el popular Panchito el Lapa del Refugio, que bien cierto era que le facilitó como herramientas útiles, abundantes consejos al respecto.

Según él mismo luego contaba, en muchas noches oscuras, sin luna, con el viejo remó esforzado en la chalana familiar hasta los mismos costados de los grandes navíos, carboneros y de pasaje o carga que estaban atracados al dique o fondeados en la amplia bahía y asistió y luego participó en el cambio, compra-venta, cambalache, chalaneo y, en definitiva el cambulloneo en su salsa, subiendo a la borda de los barcos si se le autorizaba, que casi siempre así era, cambiando o vendiendo pero casi nunca comprando las más variadas mercancías cuales frutas del país, pájaros, labores de artesanía isleña, etc. Con los marineros tripulantes y pasajeros con los que se entendían en un especial y efectivo, “spichingles”… Muchas hubieron de ser

Las artesanales jaulas con más o menos trinadores canarios o palmeros transportadas camufladas bajo los asientos del bote, cambiadas con zalamería por exóticos artículos, electrodomésticos, novedosos aparatos de radio o gramófonos que empezarían a destacar en el mercado isleño y en los domicilios insulares más pudientes así como diversos productos alimenticios, artículos de ornamento, objetos de material de plástico, diversas ropas, relojería, cordajes de marina y aún a veces piezas de los motores marinos así como una que otra herramienta de mecánica. Tanto él como su progenitor y otros congéneres también supieron chalanear con los variados y abundantes frutos de la tierra y tropicales muy apreciados por aquellos “chonis” y marinería extranjeros.

Juanito Curbelo, mi compadre, según decía fue muchas veces testigo de aquella especie de estraperlo insular. Siempre, desde luego a escondidas del celoso funcionariado de aduanas, de la guardia civil y en suma de los diversos agentes de la autoridad, policía nacional y locales, guardamuelles y demás, aprendiendo bien pronto y dentro de una cierta honestidad a mentir y a tratar de engañar a sus suministradores y clientes por partes iguales; y, claro está, por esta misma razón, más de una vez fue el timado y engañado…¡Gajes del oficio!, decía él entre risas, en tales evocaciones.

Si, de verdad. Mucho hubo de aprender el pollanco Juanito de su astuto padre. Maestro Panchito el del Refugio, como se le decía, según la gente de La Puntilla fue un buen cambullonero, viudo ya de cuando joven y hombre de palabra para los suyos como el que más,… pero borracho, astuto, ladino y embaucador cuando el caso y su oficio así lo requerían.

Me viene a la memoria, y no sé yo ahora si atribuido al padre o al hijo, un sucedido sonado que luego dio pie para que más de un hombre de la pluma de la localidad se lo atribuyera, ya a éste, ya a aquel otro personaje popular de La Puntilla, Sanapú o el Refugio o la misma La Milagrosa de más allá del Muelle.

Ocurrió cierta vez que viéndose el cambullonero, fuese el que fuese, apurado de dinero y como la “materia prima” para chalanear escaseara de momento, agudizando el ingenio se le ocurrió cazar varios de los murciélagos esos de borde claro que siempre había en la Cueva del Canario o por Las Coloradas; y una vez mañosamente atrapados aquella especie de “andoriñas de ratones” los embadurnó con pintura al aceite de color verde y así, salió una noche con ellos dispuesto a venderlos en alguno de los vapores surtos en el puerto. Tras un previo y furtivo reconocimiento del espigón del Muelle Grande, en un negro y grande navío de pasaje y carga pronto supo localizar a un rubicundo y rubio marinero con gesto de aburrimiento que debía de ser ingles o algo así. Y con su espichinglis particular supo convencer al chone aquel, al que le vendió uno de los camuflados animalitos, con jaula y todo, por unas monedas de plata de Jorge V que le sonaron a gloria al meterlas en la faldriquera. Pudo luego en parecidas circunstancias colocar el resto de la mercancía y sin más desapareció del sitio por si alguien descubría la superchería demasiado pronto y le hacía enojosas preguntas o reclamaciones.

Pues, pasó más de un mes desde el suceso del tal episodio. En realidad mi cambullonero ya ni se acordaba de ello cuando, en una tardecita, en la misma entrada del Muelle Grande se dio de manos a boca con aquel rubicundo marinero que le comprara el primero de los “canarios” con jaula y todo y que pareció reconocerlo en el acto, poniéndole una velluda y callosa mano sobre el hombro. Nuestro hombre, intranquilo aunque en su interior se temió lo peor, puso buena cara y supo corresponder a los reiterados palmetazos que resultaron ser amistosos en tanto el Popeye aquel decía no sé que del “lindo canario” que guardaba enjaulado en su residencia de Liverpool. Por lo que, el cambullonero, ya más aliviado, se atrevió por fin a preguntar con un hilo de voz si ya cantaba, a lo que su interlocutor respondió con cara de circunstancias:

-¡Oh, no. Aún no canta… Pero ser pájaro listo pues se pasa todo el día callado, pensando, pensando…

Lo cierto de la historia, para mí al menos, es dudoso. Aunque la listeza, el ingenio y las triquiñuelas tanto del padre como del hijo, eran sonadas por toda la Isleta. Otra vez, consiguió todo un cargamento de cordajes nuevos a cambio de una muñeca;…

Pero, bueno, para no cansar, solo apuntar que a la larga tanto padre como hijo hicieron bastantes perras, aunque, sobre todo el viejo no supo aprovecharlas, derrochándolas, pues el dinero, según pasaba por sus manos salía a escape, como si no se pudiese contener, como “la farsa monea que de mano en mano vá y ninguna se la quea”, que decían con salero los andaluces.

Panchito Curbelo el Lapa, viudo desde joven y con hijo al que críar fue también hombre juerguista y parrandero, muy aficionado al juego, a las mujeres bonitas y al ron de caña.

En aquellos tiempos el cuartel era obligatorio y, o te escapabas como podías para Venezuela o no tenías más remedio que hacer el servicio de armas, que fue lo que hizo Juanito, mi compadre en la Marina. Y por aquellas fechas, un determinado día, después de haber efectuado un productivo negocio, al viejo le dio por meterse en una reñida partida de cartas a la sanga o al envite allá por el Sanapú, trasegando ron del charco con jareas de pulpo y pejines a todo meter, hasta acabar alquilando un taxi en el Parque Santa Catalina, como en otras ocasiones pues era sabido que tenía la manía, cuando estaba en copas, de elegir el coche más novedoso de la parada dándole al chofer veinte duros para que lo pasease por donde quisiera hasta gastarlos y se quedaba tan pancho y satisfecho, le dejasen donde le dejasen. En aquella fatídica ocasión subieron al vehículo elegido, además de lo menos una media docena de botellas de buen ron y dos buenas mozas del Lugo, de aquellas que fumaban y trataban de tú a los hombres y si eran bien pagadas no desdeñaban las caricias y sobajeos del viejo cambullonero que mostraba ostensible un buen fajo de billetes.

Nunca se llegó a saber la verdad de lo ocurrido en aquel día, mejor dicho en aquella aciaga noche, pues aunque corrieron unos y otros rumores achacando el accidente a ésto, lo otro y lo de más allá, lo cierto fue que unos campurrios que bajaban a la ciudad por la costa de Tinoca, avisados por una masiva concentración de aves marinas propias del litoral entre las que destacaban los chillones guinchos, que revoloteaban y chillaban a más y mejor, alborotadores, encontraron en lo más hondo de una barranquera que daba a la mar por el Rincón el taxi completamente destrozado y como regados a su vera los cuerpos sin vida de maestro Panchito el Lapa, del chofer y de las dos mujeres, a los que todavía envolvía un halo de penetrante olor a ron que ni la brisa mañanera consiguiera al principio despejar.

Después de salir del cuartel el huérfano y solo en la vida Juanito Curbelo, mi compadre, se encontró por toda herencia y posesión con una vivienda de tipo terrero enfrente del Caletón y el pequeño bote propio para pescar en la mar cerca de la orilla y para chalanear en el cambullón, por lo que sin apenas darse cuenta se vio a sí mismo ejerciendo él oficio paterno. El se sabía ya ducho en el oficio aprendido de su padre el Lapa, en aquello del cambulloneo, de cambiar artículos del país por la gambusa y otras mercancías de los barcos extranjeros mayormente que en aquellos años difíciles de después de la segunda guerra mundial acudían en constante auge a hacer aguada, suministro de combustible, carga y descarga de mercancía y en escala de trasatlánticos de pasaje en el Puerto de La Luz y de Las Palmas, en el Muelle Grande. Y llegó a disponer de un reducido pero selecto grupo de adictos por bien retribuidos ayudantes que solían materializar sus personales contactos de transaciones y cambalaches, colaborando o comandando él mismo en algunas horas y jornadas propicias y siempre con mucha reserva dada su cada vez más notoria influencia, usando, eso sí de las más diversas y singulares tretas que al saberse entre los de su oficio acrecentaban su fama.

continua……

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