Antonio Artiles Medina nació el 10 de agosto de 1935 en la calle Mary Sánchez, en los aledaños de la Puntilla, en la playa de Las Canteras. La calle se llama hoy Mary Sánchez, pero antes tuvo otros nombres.
Antonio Artiles Medina, apodado el diablillo por herencia familiar, ha sido pescador toda su vida, pescador de La Puntilla.
Hoy, ya retirado de la mar, se pasea con su gorra azul marino de capitán de barco y sus recuerdos, por una playa que ya no es la misma.
“Ahí”, señala a una casa en Prudencio Morales, “estaba la casa de Candelarita, una mujer muy respetada … y aquello (la escuela de vela del Victoria) se llamaba el Morro La Habana, porque allí se ponía la gente con la maleta para embarcar a Cuba”.
Mira si lleva años en esto, que llegó a pescar a vela con el barquillo la Ezequiela, que aún se mantiene erguido y en forma, pero en seco.
“Estoy en la mar desde los 10 años y ya tengo 81”, precisa el marinero, orgulloso patriarca de una familia compuesta por seis hijos, nueve nietos y una biznieta.
25 toneladas de longorón
El Ezequiela está hoy -para quien lo quiera contemplar-, instalado en la explanada que hay junto al restaurante La Marinera, como si formara parte de la decoración de la playa o del atrezzo de aquella película que hizo por aquí Gregory Peck en los 50.
Hoy los barquillos a vela (latina) tienen uso deportivo, pero en los tiempos de los que habla Antonio, se empleaban para el sustento.
“El Ezequiela se hizo en el año 1950, en el callejón de Mateo González. Lo hizo maestro Manuel Mandarrias y Manolo Marrero, carpinteros de ribera”, recita de corrido.
Si había viento se navegaba a vela; si no, “bogando”. Antonio el diablillo asegura que, pese a las apariencias, el barquillo es un barco “liviano” que “camina como el diablo”. Más aún con “los remos largos” que se usaban entonces.
Iban a pescar a la Punta y a Bañaderos, y cuando ya tuvieron motor, hasta Gáldar llegaban.
“Ahora no se coge nada, solo viejas; no hay seba verde … antes había toneladas y toneladas de salemas”, lamenta.
Cuenta Antonio que en tiempos llegó a coger 8.500 kilos de longorón, que vendió a 2 pesetas el kilo a una conservera. En un mes fueron 25 toneladas de longorón con la Ezequiela, que sigue ahí quieta, como si la charla no fuera con ella.
El trasmallo y la caja de navajas
Dice que ahora es muy difícil que rente el día con el dineral que tiene que llevar en los barcos. Se refiere a la radiobaliza, los chalecos y otros equipos de seguridad obligatorios para salir a la mar. “No sé cómo pueden vivir”, se pregunta antes de volver al agua con su memoria y recordar el día que echó un trasmallo “del muro Marrero para acá (estamos en La Puntilla)”.
Explica que él tenía “permiso de la Guardia Civil”, pero un defensor de la playa que no pensaba lo mismo que la autoridad competente, “compró una caja de navajas y empezó a repartirlas” entre los bañistas. El trasmallo de Antonio acabó hecho trizas.
“Ahora la pesca es un juguete con los motores que tienen”, sostiene Antonio que, sin embargo, “quitó” a sus hijos cuando él lo dejó. Tiene seis hijos, nueve nietos y una biznieta. Tres varones salían con él a faenar. “Pero no estando yo, no quiero que vayan a la mar”, afirma.
Cuerpos flotando en la mar fea
Presume de haber sido el primero que recuperó la Vela Latina tras el paréntesis de la guerra. “La Vela Latina la levanté yo con mi mujer. Estuvo suspendida porque aparecían cuerpos metidos en sacos de cebolla flotando por la mar fea …”
Aquella zona de la costa fue utilizada durante la guerra y los primeros años de la dictadura para hacer desaparecer a represalias del franquismo. Antonio comenta además la creencia de que los cuerpos tirados a la Sima de Jinámar terminaban saliendo al mar por este punto del litoral.
Según se colige de la versión del marinero, la Vela Latina se suspendió para que los tripulantes de los botes no fueran testigos de los asesinatos. Y también según su versión fue él el primero que comenzó a navegar de nuevo con una vela latina. Lo hizo en el Ezequiela por Las Canteras y El Confital, los fines de semana con su esposa, Dolores Ortega Barrera, como toda tripulación. Antonio, al timón; Dolores, a la escota.
El viejo marino de La Puntilla fue también ‘botero’ como se llaman en el argot. Navegó en el “Unión Pino” con su tío Manuel Medina, en el puesto de contramurero. En aquellos tiempos “se apostaba a los botes hasta las escrituras de las casas”, asegura el diablillo. De aquellas las casas valían “7.000 u 8.000 pesetas y se compraban de palabra”.
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