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Relatos de verano. Promesa inacabada…

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Mar en calma, sol espléndido…ni pizca de viento. A lo lejos, la barra de la playa de Las Canteras se divisa en todo su esplendor; una llamada a la aventura, para el que nunca se ha llegado hasta ella, que tratándose de bañistas habituales de la zona es muy rara la persona que no haya estado sobre sus verdes lomos.

Apenas entraba los pies en el agua, las pequeñas olas no le turbaban la contemplación. Sus manos en jarras aguardaban una decisión temeraria: sus ojos estaban allá, a lo lejos, en la barra; pero… ¿por qué no te atreves?, le pregunté al verla apenada. ¡Es que no sé nadar! Me dijo. ¿Y si te llevo?, le propuse…¡Vamos, ni loca!, fue su respuesta, nos podemos ahogar los dos. No presumí de nada, de nadador, sino de que ese día la marea era tan baja que hasta caminando se podría llegar a La Barra.

La tomé de la mano y me fui metiendo en el agua despacito, acercándola a mi cuando ella, de menor estatura que yo, perdió pie. Se asustó un poco y se agarró a mi cuello. Le aflojé las manos, se las coloqué en mi espalda, y brazada a brazada fui adentrándome en el mar. Su cuerpo se pegaba con el impulso del avance; a veces se colgaba más, otras se alejaba; me dejaba ir, me di la vuelta, el impulso suave de la inercia hizo que su cuerpo y el mío se encontraran. Me atrapó con sus piernas, me notó, quiso alejarse un tanto pudorosa, luego volvió a apretar, ahora con ganas, su boca y la mía se encontraron, me introduje en ella apoyado apenas en la punta de los pies. Sentada en una piedra de La Barra, metida en el agua, echada hacia atrás, terminé lo que había empezado.

El regreso fue el romance más prometedor de los que haya vivido: una noche bajo la luz de la luna, unas cervezas bien frías, una terracita a la orilla de la playa, una declaración de amor, ¿en tu casa o en mi apartamento?

Suave, como la misma ola, la traje hasta la orilla.

Se soltó de mi mano, caminó raudamente, se fue alejando como con prisas, sin mirar atrás, sin siquiera para decirme su nombre.

Todavía hoy la recuerdo.

Manuel Pío Rodríguez

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