“Hay un espectáculo mayor que el mar… el cielo”. Victor Hugo

En mar que nos rodea

LECCIÓN INAUGURAL DEL CURSO ACADÉMICO 2017/18 A CARGO DEL DR. MANUEL LOBO CABRERA, CATEDRÁTICO DE HISTORIA MODERNA.

Sr. Presidente del Gobierno de Canarias,

Sr. Rector Magnífico de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria,

Distinguidas autoridades,

Estimados compañeros y compañeras de la Comunidad Universitaria,

Señoras y señores,

Amigos todos:

Este Paraninfo tan querido, donde se han dado tantas buenas nuevas, ha sido escenario de no pocas reflexiones mías, especialmente sobre la misión de la Universidad y el desarrollo de esta Casa de Estudio. Ha querido el destino que, unos cuantos años después, vuelva a ponerme ante este atril, ya no con responsabilidades en la gestión universitaria, sino como docente, para impartir la lección inaugural del nuevo curso académico que abrimos hoy.

He recibido este encargo distinguido con mucha alegría. Lo considero un enorme privilegio, el cual debo a nuestro Rector, a quien quiero agradecer, de corazón, no solo su muestra de afecto personal –que es mutuo– y la confianza que deposita en mí en su primera inauguración de curso; sino también el reconocimiento que con ello hace a mi centro, la Facultad de Geografía e Historia, a quien hoy represento, y en general al ámbito científico de Las Letras –como se decía antes–, a las Humanidades. En los momentos actuales estas parecen encontrarse arrinconadas, a veces puestas en entredicho y a menudo consideradas como el adorno inservible de una sociedad que sufre una acusada pérdida de valores, en la que, precisamente por esto, tanto predicamento tienen los utilitaristas y los tecnócratas de viejo cuño; a la par que al calor de los vertiginosos avances de nuestro tiempo emergen todo tipo de “tecno-patologías” de nueva impronta, como si esta prodigiosa revolución digital que nos ha tocado vivir no estuviera movida por la ciencia, el pensamiento y la cultura, por ese deseo de mejora continua que llevamos en nuestro ADN los humanos, que ahora necesitamos activar un chip y usar Big Data –es cierto–, pero también leer un poema o relatar una historia.

Del valor de las Humanidades les hablaré hoy, compartiendo con ustedes una serie de reflexiones que tienen que ver con nuestro ser, con nuestra tierra y con nuestra historia, campo al que me llevo dedicando los últimos cuarenta y pico años de mi vida, casi nada y casi todo. El mero recuerdo de esta cuenta atrás me lleva a pensar, de inmediato, que ya soy un viejo profesor, que no es lo mismo que un profesor viejo (una situación a la que lamentablemente puede llegarse siendo aun joven), y que es mi antigüedad en las aulas universitarias la que me faculta hoy para impartir esta lección inaugural. Convendrán conmigo que, en puridad, solo requeriría ser honrado con tal distinción por mantenerme en estas aulas contra viento y marea, incólume ante los embates del desánimo docente de nuestro tiempo, en que dar clases se considera una “carga” en vez de un alivio, como debiera ser para quien tiene algo importante que enseñar. “A viejo has de llegar o la vida te ha de costar”, sentenciaba un dicho popular, a lo que Cervantes en su universal obra, contestaba a Avellaneda,    “como si hubiera estado en mi mano haber detenido el tiempo…”. Con esa respuesta dejaba bien claro que lo importante no era la edad sino el valor de lo hecho, para añadir que también el entendimiento “suele mejorarse con los años”.

Buena parte de los que hoy nos encontramos en esta ágora nos dedicamos a la docencia y la investigación, los dos compromisos sociales ineludibles de nuestra condición de profesores universitarios, y en nuestro devenir por las aulas y los laboratorios hemos ido formando parte de la historia de la Universidad. Otros desempeñan sus cometidos en empresas, organizaciones, despachos profesionales o en la gestión pública, y también a lo largo de su trayectoria vital han sido protagonistas de otras muchas historias paralelas y convergentes a la de la Universidad. En consecuencia, la Historia de Canarias –una de mis especialidades– a ninguno de ustedes les puede resultar ajena, porque saber, conocer y pensar acerca de nuestras propias experiencias de vida y de lo que hemos hecho juntos en el pasado es lo que nos permite avanzar y mejorar cada día para tener un futuro mejor, aunque, a veces, haya quien piense, con una idea falsa de su propio presente, “que podemos escapar a la historia ignorándola”.

Hoy procuraré, desde esta humilde posición, que no escapemos de la Historia. Y para hacerlo, les invito a reflexionar sobre El mar que nos rodea, que es nuestro entorno más inmediato, ese horizonte azul que siempre está a nuestra vera, sobre el que trataré de poner en común su omnipresente influencia en las experiencias vividas a lo largo de los siglos por los hombres y mujeres que han transitado por estas islas.

Confieso que he elegido este tema por dos motivos personales. Uno ha sido devolver a nuestro Rector el bello gesto que ha tenido conmigo al hacerme este encargo, y nada mejor para ello que glosar el mar, el medio que ha hecho posible su docencia en la Facultad de Ciencias del Mar y su investigación sobre fisiología molecular y biotecnología de vegetales marinos. El otro tiene mucho que ver con mi trabajo de historiador: si hay un tema que recorra transversalmente toda mi producción historiográfica sobre Canarias ese es, indiscutiblemente, el mar, o mejor dicho, las personas y el mar. Pero, más allá de estas motivaciones particulares, creo que también tiene interés general pensar sobre el tema que hoy les traigo a debate, porque la historia que nos toca construir en nuestro tiempo y la que las Islas tengan que labrarse en el futuro también pasa y pasará por el mar. Y es que, irremediablemente, somos isleños; es decir, sujetos activos de una sociedad enclavada en pedazos de tierra rodeados de mar por todas partes, al que en modo alguno podemos sustraernos.

Así lo pone de manifiesto la Historia. A través de los tiempos el archipiélago canario ha estado condicionado por el mar en todos los sentidos. Esa enorme extensión de agua que nos mece al ritmo del vaivén de sus olas ha marcado el rumbo de nuestro acontecer, ha moldeado nuestros sentimientos y devociones, ha inspirado nuestra labor creativa y científica; ha ido dando, en definitiva, destino y sentido a nuestra vida personal y colectiva como isleños. No en vano esa inmensidad conocida como Atlántico, que recoge en su nominación un nombre de leyenda, a caballo entre la ficción y la realidad, ha sido el artífice de nuestro poblamiento, de nuestra economía, de nuestra sociedad, de nuestra cultura y de nuestra manera de ser y actuar.

Decía el Marqués de Villanueva del Prado, un ilustrado tinerfeño del siglo XVIII, que “El mar es para Canarias como los canales para Flandes“. Y en efecto, sin el mar los canarios no hemos podido ni sabido vivir, porque el Atlántico ha jugado un papel decisivo en nuestro devenir, y lo ha hecho en dos direcciones contradictorias: por un lado nos ha aislado del mundo exterior, abocándonos muchas veces a tener una “vida precaria, estrecha, constantemente amenazada” –como dijera el historiador Fernand Braudel sobre la suerte de las islas–; y por el otro, nos ha abierto expectativas a la búsqueda de otros rumbos, posibilitando durante siglos nuestra integración en los grandes circuitos mundiales, en la historia del mundo atlántico al que pertenecemos.

El mar es, para empezar, un agente capital de nuestra geografía. Marca nuestra localización, modela nuestra configuración y explica nuestro clima. De la Mar Océana nos llegan sus corrientes y los vientos que genera (¡benditos alisios!), que al encuentro con nuestra orografía nos ponen a barlovento y a sotavento al mismo tiempo y crean la benignidad de los aires que nos arrullan, tal como refiriera en el pasado el poeta grancanario Bartolomé Cairasco al hablar de su isla:

“En ella se destila ambrosia y néctar, y respirando un céfiro suave, conserva una perpetua primavera, del cielo regalada eternamente, con mil particulares privilegios”.

Los privilegios de una innata vocación marinera –hay que añadir–, que ha quedado bien reflejada en la tradición cartográfica, en las técnicas de navegación y en los relatos de viajes. Nuestras islas fueron durante siglos punto de referencia para el desarrollo de los conocimientos geográficos, cuando se localizaban en el confín de la tierra para el mundo conocido entonces, y luego devinieron en paso obligado de las distintas navegaciones que iban a Oriente y a Occidente, como consignó el propio Colón en su Diario de a bordo. Aunque las Canarias comenzaron a estar presente en la cartografía a partir de 1339, su imagen acabó por ajustarse más tarde de lo que cabría imaginarse, porque solo poco a poco la realidad fue ganando la batalla a la leyenda. Las técnicas propias de la navegación se fueron copiando de los modelos europeos, pero adaptándolas a las necesidades de las islas, de modo que hubo incluso esbozos de experimentos con instrumentos ideados y fabricados en Canarias para conseguir un mayor avance en la ciencia náutica.

Los libros de viajes, posibles por el mar, abrieron las islas al conocimiento de los europeos. Por ello no es extraño encontrar un drago representado en El jardín de las delicias de El Bosco. Con el paso del tiempo, los viajeros dieron a conocer a nuestras gentes más allá de nuestras pequeñas fronteras, tanto en lo físico como en lo mental, describiéndonos como algo extraño, distinto, inusual, muy propio de las Afortunadas. Uno de los que más contribuyó a ello, Jorge Glass, decía de los canarios:

“Los nativos aquí tienen un tipo de cuerpo enjuto, de estatura media, bastante bien formados, facciones agradables y tez más oscura que la de los nativos de la parte meridional de España; pero tienen bellos ojos negros y chispeantes que les dan una vivacidad y un reflejo deslumbrante a su rostro, hasta el punto que, según mi opinión, se encuentra aquí tanta gente hermosa (en proporción con el número de habitantes) como en Inglaterra. Pues los ingleses, aunque aventajan a todas las gentes en finura y lozanía de la tez, sin embargo sus rostros en general son tristes e inexpresivos cuando se comparan con los de los nativos de las Islas Canarias”

A lo largo del tiempo, pues, la situación geográfica del Archipiélago ha condicionado la vida de los canarios en todas las dimensiones, pero en especial desde el punto de vista de su propia identidad. En efecto, por el hecho de vivir en islas, los isleños han visto condicionada su manera de ser, de vivir aislados y de constituir islas dentro de sus propias islas, hasta el punto de que durante siglos cada una de ellas se convertía en frontera con respecto a las otras. Esta visión tan particular ha estado presente siempre en la mente de nuestros antepasados, y así lo expresaba un emigrante en una misiva remitida a sus familiares cuando escribía:

“Pues que en esta isla los hombres siempre fuimos mar, irse era condición de flujo y reflujo, apremio de la marea de la vida”.

No debemos olvidar que nuestros primeros pobladores, a pesar de tener un sustrato común de población, una vez llegados a las islas se adaptaron al medio hallado y conformaron una cultura singular, al organizarse de manera cerrada, creando y estructurando diferentes modelos económicos y sistemas socio-políticos. El mar los trajo, pero el mismo mar los dejó incomunicados, lo que generó que cada isla se convirtiera en un mundo-isla cerrado. En cada solar estos pobladores tuvieron que adaptarse a lo que la naturaleza les brindaba y de acuerdo con ella crearon distintos estadios de evolución. Así, mientras unos fueron capaces de desarrollar avances tecnológicos y sistemas de producción algo sofisticados, otros mantuvieron procesos más arcaicos, pero todos tuvieron en común el aislamiento, a pesar de que desde cada una de las islas se divisaba su vecina más próxima, en visión similar a la que hoy podemos tener desde cualquiera de ellas. El enigma de estar tan cerca y tan lejos al mismo tiempo solo se puede entender con el mar de por medio. Y estos condicionantes marítimos han hecho del insular un ser celoso con su territorio-isla y receloso respecto de la isla vecina, un comportamiento que se ha mantenido hasta el presente, estimulado por otros factores socio-económicos y político-institucionales a lo largo del tiempo.

Esta condición de territorio fronterizo inter-islas quedó pronto reforzada por el hecho de ser también frontera cultural y política allende los mares, desde los primeros momentos que los europeos se asentaron en esta tierra hasta la actualidad en que seguimos siendo frontera sur de la Unión Europea. Las primeras islas conquistadas a comienzos del siglo XV fueron frontera frente a aquellas otras que quedaban por reducir e incorporar a la corona castellana, y luego se convirtieron en frontera con respecto al continente africano. Por esta razón las islas pasaron a ser punta de lanza para hacer la guerra contra el infiel, tan preconizada por los Reyes Católicos en el marco del contragolpe ibérico contra el mundo musulmán que siguió al remate de la reconquista peninsular. A través del mar, expediciones financiadas por la Corona y por particulares llegaban a las costas africanas y en un desembarco repentino hacían razias sobre las poblaciones radicadas en la costa. En respuesta a esas agresiones, también el mar fue el camino por el cual los corsarios berberiscos y argelinos atacaron las islas, en especial las de Lanzarote y Fuerteventura, que en diferentes ocasiones sufrieron el azote de estas huestes en sus tierras y en sus habitantes.

Fue también el Atlántico el que posibilitó la creación de un sector productivo, el de la pesca tradicional, que ocupó a los canarios a lo largo de cinco siglos, hasta que se produjo la descolonización española del Sahara Occidental. En efecto, la actividad pesquera en las aguas del entonces conocido como banco canario-sahariano se desarrolló desde fines del siglo XV con el objeto de abastecer a la población y a las flotas que, con destino a Indias, pasaban por las islas. Los viajes a la pesquería o a la costa, como así se llamaban popularmente, se convirtieron en un espectáculo continuo, y las familias se resignaban a perder al cabeza de familia o algunos de sus miembros durante meses, en los cuales faenaban en las aguas ribereñas pescando y salando el pescado, que luego se convertía en un alimento insustituible, rico en proteínas, mantenido en nuestra dieta hasta el presente.

La situación estratégica de Canarias quedó considerablemente reforzada con la expansión europea por el Atlántico. Las islas desempeñaron un papel primordial como escala obligada en la ruta hacia las dos Indias y hacia el continente africano y como base de operaciones para el tráfico de esclavos y el comercio triangular que se activó entre Europa, América y África; y ya luego hizo lo propio en la época dorada del imperialismo colonial, cuando los vapores transatlánticos comenzaron a cruzar los océanos tras la consolidación de la revolución industrial en el mar. La ubicación del Archipiélago en los derroteros marítimos le hicieron ser lugar de reposo, avituallamiento y reparación de buques en los viajes intercontinentales, de manera que este continuo trasiego de naves surcando nuestros mares despertó, por un lado, el interés de los extranjeros por las islas, y por otro, la vocación americanista de los isleños y la tradición migratoria que se inició durante el Descubrimiento y se mantuvo durante cinco siglos. Cuando las islas pasaron a depender de la corona castellana se convirtieron en la última tierra hispana que tocaban las flotas de Indias antes de partir hacia América, y desde entonces el amor unió Canarias al continente americano.

Sin embargo, esa misma situación estratégica, que tanto favoreció a las islas, mantuvo a los isleños permanentemente en alerta ante los peligros que, por mar, llegaban desde Europa y África. Canarias, frontera frágil y vulnerable, fue apetecida durante siglos por otras naciones europeas, enemigas del imperio español, y como consecuencia de ello y de la política internacional hispana, continuos ataques e incursiones sufrieron las ciudades canarias, algunas de las cuales fueron objetivo de ocupación, como aconteció en La Palma en 1553, en Las Palmas en 1595 y 1599 y en Tenerife en 1797. Además de los corsarios africanos que ya hemos mencionado, otro peligro procedía de nuestro continente geográfico: las plagas de cigarras que, a través el mar, llegaban a las islas arrasando todo cuanto a su paso encontraban y devorando todo lo verde que hallaban, consideradas por nuestros antecesores como una maldición, una pesadilla continua que duró hasta 1958, cuando se sufrió la última. La amenaza externa, en cualquier caso, ha sido una constante en nuestra historia, pues cualquier sacudida geopolítica que se ha producido en el Atlántico ha tenido su inmediata repercusión en las islas, como ocurrió durante la Guerra de Cuba en 1898, con motivo de las batallas navales en el Atlántico durante las dos guerras mundiales o, en tiempos más recientes, en el marco de la guerra del Sahara Occidental entre 1977 y 1987.

Del mismo modo, a través de los caminos abiertos por las travesías navieras el mar permitió el inicio de la actividad comercial, que dio como resultado un crecimiento demográfico y una balanza comercial satisfactoria que atraía a mercaderes y comerciantes extranjeros. Para aprovechar esta oportunidad, las islas contaban con una situación favorable en cuanto a embarcaderos se refiere. Puertos, ensenadas, abrigos o surgideros, existentes en todas las islas, permitieron no solo el aprovechamiento de nuestra renta de situación internacional y, por tanto, asegurar nuestra conexión exterior, sino también la mejora de nuestras comunicaciones internas. El mar logró comunicar mejor a los isleños en cada una de las islas a través de una navegación de cabotaje, pues en algunas de ellas, debido a su difícil orografía, el transporte resultaba más fácil de realizar a través de embarcaciones que a lomos de bestias, hasta que en la segunda mitad del siglo XIX la carreteras comenzaron a abrirse paso como signo de modernidad gracias a la pericia y el empeño de ingenieros como Juan de León y Castillo. Asimismo nuestro Atlántico facilitó las comunicaciones entre las islas, lo que hizo posible complementar las economías insulares creándose un mercado regional que, con las limitaciones impuestas por el mar, fue incrementando nuestros vínculos y nuestro grado de interdependencia.

Cada isla contaba con pequeñas bahías o entradas que se repartían por toda la geografía insular, puntos de apoyo necesarios para la navegación al servir de base de operaciones para el embarque y desembarque de hombres y mercancías que entraban y salían de las islas. Estos lugares, los más importantes ubicados en las cercanías de los centros de poder, fueron habilitados para la construcción y reparación naval, con la creación de un sector industrial abastecido por las buenas maderas de los bosques isleños, y a la vez se desarrollaron como recintos donde se contrataban tripulaciones, se constituían compañías y se realizaban todo tipo de negocios. Este hecho no pasó desapercibido para los cronistas e historiadores del pasado, que comentaron y ponderaron el valor de estos puertos naturales y la elección de los mismos para fundar en sus cercanías poblaciones importantes. Los puertos secundarios y alejados de las ciudades cumplían asimismo un destacado papel, primero porque se convertían en lugar de comunicación entre la ciudad principal y las zonas más alejadas, y segundo porque permitía dar salida a las producciones locales.

Los recintos portuarios cercanos a las ciudades se convirtieron en almacén y depósito de mercancías, lugares de refresco donde las tripulaciones se abastecían, y también en baluartes para la defensa de las islas, pues en cada uno de los puertos principales se levantaron fortalezas o torres defensivas, como la de las Isletas en Gran Canaria, la de San Cristóbal en Tenerife y las de Santa Catalina, San Miguel y la del Cabo en Santa Cruz de La Palma. La importancia de estos puertos queda recogida en las ordenanzas y en las sesiones de los concejos, donde había una preocupación constante por su vigilancia y el nombramiento de guardas. Esta situación portuaria se mantuvo así hasta los siglos XVIII y XIX en que se construyen en las islas los principales puertos del Atlántico medio, motores de nuestro desarrollo marítimo moderno, que continúan sirviendo como escalas de rutas navieras transoceánicas.

Los puertos principales eran aquellos ubicados en las cercanías de La Laguna, Las Palmas y Santa Cruz de La Palma, obra de la naturaleza, junto con los de Garachico, La Orotava y San Sebastián de La Gomera. La buena disposición de algunos de estos enclaves hizo que se convirtieran en lugares privilegiados para el tránsito de barcos de todo tipo, desde las carabelas a los navíos, pasando por las naos, urcas, pataches y veleros, hasta las modernas embarcaciones, de todas las naciones y de todos los tráficos, tal como evoca Juan Millares Carló en su poema dedicado al Puerto de La Luz:

“Puerto de Refugio, puerto de la Isleta,
donde hallan cobijo todas las naciones
y tiñen el cielo, como una paleta,  todos los colores de sus pabellones”.

Por algunos de estos puertos se inició la conquista, pues fueron habilitados como cabezas de puente y base de operaciones para continuar la empresa militar, pero resultaron todavía más decisivos como lugares por donde fueron llegando pobladores de distinta procedencia y en los que se inició una actividad económica mantenida hasta la actualidad. Por ellos entraron los primeros europeos: Lancelotto Mallocello, Juan de Bethencourt, Juan Rejón, Alonso Fernández de Lugo, con casas flotantes que vomitaban pobladores sin cesar, y que produjeron una mezcla sin igual de gentes llegadas de distintas partes de Europa, África y América.

A través del mar y a bordo de esas naves llegaron hombres y mujeres que iban a conformar, junto con los indígenas, la nueva sociedad isleña. De aquel rico mestizaje, que tuvo una influencia decisiva en la conformación del ser canario, con características propias que lo identifican, surgió una población mixta, fruto de la cual nacieron los primeros criollos que hicieron suya la tierra y cantaron sus excelencias, como Bartolomé Cairasco y Antonio de Viana. Los flujos continuos que el Atlántico activó hizo posible la configuración de una sociedad permeable y receptiva a influencias externas, con gran capacidad de adaptación a los cambios y dotada de una querencia natural a la proyección externa. Aquí el mar, más que un hándicap, era como una ventana abierta hacia otras gentes y otros mundos, especialmente hacia el americano.

Uno de los viajeros que visitaron las islas en el siglo XVIII, al referirse a los habitantes de Lanzarote y Fuerteventura, escribió:

“Aunque los habitantes de estas islas se consideran españoles, provienen de una mezcla de los antiguos habitantes, los normandos, y otros europeos que los sometieron, y de algunos moros cautivos, a los que Diego de Herrera y otros trajeron a las islas de la costa de Berbería (…). Son, en general, de gran estatura, robustos, fuertes y muy morenos”.

En efecto, en la conformación de aquella primera sociedad se fusionaron, además de los indígenas, otros grupos procedentes de Europa y África.

Muy pronto la sangre aborigen se mezcló con la europea. De nuestros iniciales pobladores, además de la riqueza patrimonial que se ha conservado, nos quedan expresiones singulares en la toponimia y en el habla, junto con uno de nuestros más apreciados alimentos: el gofio, considerado por los ingleses como un alimento sano. Los primeros europeos tuvieron su origen tanto en la Península Ibérica como en otras zonas meridionales y septentrionales del viejo continente, y aportaron costumbres y técnicas que se fundieron y recrearon en el archipiélago. Los efectos de este enriquecedor proceso se aprecian tanto en el ámbito cultural y patrimonial como en el técnico, creándose un modo particular de hacer y de ser canario, que va a marcar la impronta de nuestros campesinos y de nuestros artesanos, también de nuestros mercaderes, produciendo en unas zonas la endogamia, propia de las zonas aisladas, como la exogamia en los lugares cercanos a los puertos, y generando cierto sentido de solidaridad colectiva.

De todos ellos hemos heredado no pocos elementos. El carácter mercantil y dinamizador de algunos grupos fue adoptado tanto de los italianos como de los pueblos del norte, lo que valió para que grupos de poder de otras islas denominaran a los grancanarios como fenicios y a los tinerfeños como babilones. De los hombres y mujeres del solar hispano y de las tierras de Portugal, tanto continental como insular, hemos aprendido el amor a la tierra y a su trabajo, pues los lusitanos fueron el origen del campesinado libre de nuestras medianías, lo mismo que el sentido constructivo de nuestras casas tradicionales, adaptadas al medio y al clima, así como la tradición marinera tan arraigada en nuestras gentes. También fueron ellos, junto con los castellanos, los que nos trasmitieron la lengua europea y la gastronomía, pues nuestros potajes, pucheros, así como nuestros mojos y nuestros huevos moles, llegaron a las islas navegando por el Atlántico para aquí quedarse y recrearse. De los italianos, además, que desde Génova se convirtieron en nuestros primeros financieros y comerciantes, nos han quedado sus apellidos, sus linajes y, cómo no, el amor a la cultura y especialmente a la música, pues no en vano nuestros primeros poetas y músicos llevaban en sus venas sangre genovesa.

Con el transcurrir del tiempo a estos grupos se unieron flamencos, franceses, británicos (tanto ingleses como irlandeses y escoceses), alemanes y malteses, que fueron llegando a las islas atraídos unos por la posesión de tierras, otros por el comercio y los negocios marítimos y algunos incluso por las actividades bancarias. Estos europeos nos dieron a conocer por el norte de Europa y nos comunicaran con los puertos de Amberes, Brujas, Ruan y Londres. De aquellas ciudades del Mar del Norte arribaron a las islas, gracias al transporte que cruzaba el Atlántico, muchas de las joyas artísticas que hoy constituyen nuestra mayor riqueza patrimonial, como el Tríptico de las Nieves en Agaete o el de Taganana en Tenerife, sin contar el rico inventario artístico que custodia la isla de La Palma. Con los europeos, en fin, también vinieron costumbres y tradiciones que fueron trasvasadas a las islas, tales como las devociones y las fiestas, los cantos y los bailes, que el mar suavizó para darle un carácter canario. Nuestras principales patronas llegaron a bordo de navíos o caminando sobre las aguas del Atlántico. La Virgen de la Peña acompañó en su viaje a Juan de Bethencourt; la del Pino, según alguna documentación, vino de Génova canjeada por el azúcar que se producía en Gran Canaria, y la de Candelaria apareció en una playa del sur de Tenerife, arrullada por las olas del Océano. Del mismo modo otros santos llegaron a nuestras costas traídos por misioneros y evangelizadores, como San Nicolás, que le dio nombre a uno de nuestros más singulares pueblos, que tantas noticias ha reportado en estos últimos años. A él se refiere Cairasco cuando canta

“…en Canaria, la gran reina

de todas las demás de aqueste nombre

fue de san Nicolás hallado un templo,

cuando la conquistaron españoles,

que ser de mallorquines fabricado

dice la fama muchos siglos antes”

Los africanos, tanto moriscos como negros, recalaron por aquí igualmente a bordo de las naves que iban en su captura al vecino continente, y una vez superada su condición de esclavos, puesto que como tales llegaron a las islas de la mano de tratantes, se integraron socialmente nutriendo al insular de sus creencias y sortilegios, así como de sus ritmos. Aportaron a la idiosincrasia isleña no solo su sangre, que al fundirse y refundirse con la de otros pueblos fue diluyendo el color de su piel hasta perderse con el transcurrir de los años, sino el carácter de lo lúdico y lo festivo, que tanto se manifiesta en nuestras gentes, lo mismo que la mezcla de ese sentido del humor, un tanto oculto y socarrón, tan particular de nuestra gente, asociado igualmente a los gallegos, que conformaron una parte importante dentro de la población campesina, y que llamó la atención de los europeos que nos visitaban: “la socarronería” –escribía un cónsul británico durante la segunda mitad del siglo XIX– “es una cualidad que todas las clases de los isleños tienen muy desarrollada”.

Estos grupos humanos, a los cuales se han ido añadiendo otros con el devenir del tiempo, como la colonia hindú o los árabes jarabandinos, conformaron una sociedad estructurada, propia de lo que acontecía en otros lugares de Europa, pero dotada de características singulares por la condición insular de esta tierra y el agravante que sobre la propia insularidad imponía su situación ultramarina. Realmente, la articulación de la sociedad isleña nació de dos principios contradictorios: el igualitarismo propio de una tierra de frontera, circunstancia que se ha mantenido al convertirse Canarias en frontera sur de Europa, y la jerarquización propia de los lugares de donde procedían sus pobladores. Fruto de lo primero fue la atenuación de las diferencias entre los distintos grupos, y de lo segundo la pervivencia de algunos elementos de separación como aquellos que la religión había considerado contrarios a la ortodoxia o que iban contra el honor y las buenas costumbres. En cualquier caso, en aquella sociedad surgida del mestizaje la extranjería no representaba ninguna traba social, sino todo lo contrario, pues los foráneos que llegaban para quedarse lograban integrarse social y culturalmente sin mayores dificultades, aportando nuevos elementos que se fundían con los preexistentes, resultando de todo ello un sincretismo propio de las sociedades coloniales, y más específicamente de aquellas formadas al límite de la frontera.

Una frontera marítima en nuestro caso y, por tanto, una frontera a la que no podía ponérsele puertas, y menos en unas islas pequeñas y remotas en las que para sobrevivir dentro se requería disponer de lo que viniera de afuera, del mar. Pues bien, fue ese mar, el Atlántico, el que posibilitó la inserción del archipiélago canario en una economía mundo a finales del siglo XV, y también el que reforzó esa vinculación a los circuitos económicos internacionales durante el tránsito del siglo XIX al XX; el mismo mar que el año pasado tuvieron que atravesar o en mayor medida sobrevolar los casi quince millones de turistas que nos visitaron, en su inmensa mayoría a la búsqueda de sol y playa, es decir, para disfrutar de nuestro mar.

De hecho, la economía extravertida que ha sostenido a Canarias a lo largo de los siglos –como no podía ser de otra forma– ha sido tributaria del mar que nos rodea. Ha estado fundamentalmente orientada a la producción de bienes o servicios demandados por los mercados exteriores y, por tanto, muchas veces sometida a los vaivenes de las circunstancias internacionales, lo que ha hecho que oscilemos, como las olas del mar, entre períodos de prosperidad y de crisis. Concluida la conquista, en cada una de las islas, en función de sus características físicas, se fue imponiendo un sistema productivo orientado por los primeros conquistadores y gobernadores. Una de las primeras decisiones que se tomaron fue implantar cultivos destinados a satisfacer la demanda de los mercados europeos y, a partir del Descubrimiento, también de los americanos, con lo cual Canarias se convirtió en un área especializada en producir materias primas o productos elaborados o semi-elaborados con una notable dependencia del exterior. Es cierto que no todas las islas pudieron dedicarse a este tipo de producciones, especialmente porque algunas de ellas no disponían del medio físico idóneo para la implantación de cultivos que demandaban mucha agua, pero sus economías insulares sirvieron para sostener el modelo agroexportador del conjunto, al proveer el necesario abastecimiento de cereales y ganado a aquellas que producían artículos destinados al comercio internacional.

Esta orientación económica, marcada por la insularidad ultramarina, se mantuvo a través del tiempo. Primero fue el azúcar, cuyos primeros esquejes llegaron desde Madeira, navegando a través del Atlántico, para fructificar en la tierra canaria, atrayendo inversiones de capitales y comerciantes de distintos lugares de Europa. Este producto originó un negocio provechoso, que abrió las puertas de las islas a la prosperidad al generar no poca riqueza y ocupación; pero decayó en menos de un siglo como consecuencia, por un lado de la falta de tierras y aguas, y del otro por la competencia antillana y brasileña.

Por esta razón el sistema económico se reorientó hacia la producción del vino, que tomó el relevo cuando creció su demanda tanto en los mercados europeos como en América y África. Fue el momento que en las principales cortes europeas se brindaba con el canary wine que llegaba a sus puertos, dotado de un magnifico bouquet, gracias al traqueteo de las barricas mecidas con el movimiento de los barcos que transitaban por los caminos del mar, de tal modo que los vinos salían jóvenes de Canarias y llegaban maduros a los lugares de consumo. El vino se mantuvo en alza hasta el momento en que los ingleses, merced a su política mercantilista, intentan controlar la producción y el tráfico e imponer sus precios a los cosecheros, razón por la cual el isleño se subleva en defensa de sus derechos e impide el monopolio con el famoso Derrame del Vino en Garachico, en 1666, cuando aquella villa y puerto se hizo un mar de vino. Este episodio y la política internacional que desemboca en la Guerra de Sucesión al trono de España hacen que se pierda el mercado inglés por la competencia de los vinos de Madeira y del Portugal continental.

Después del vino y gracias a las iniciativas de las Sociedades Económicas de Amigos del País, se ensayan en las islas distintos cultivos, tales como la barrilla y especialmente la cochinilla, que a través del Atlántico llegó de los nopales de Méjico y el resto de Centroamérica a las palas de las tuneras de las Islas Canarias. La producción de este insecto dio un respiro a la economía isleña justamente cuando se encontraba en su peor momento, tras la pérdida de los mercados americanos, hasta el punto de que en su época de esplendor –como escribiera el historiador Millares Torres– “ríos de oro corrían por nuestros campos”. Sin embargo, la crisis volvió de nuevo a aparecer en escena, a causa de la competencia, pero especialmente del descubrimiento de las anilinas sintéticas, que arrumbaron del mercado a los colorantes naturales hasta que el gusto más exigente de los consumidores los han vuelto a poner de moda.

Aquella crisis se superó, de nuevo, con otra profunda reconversión agroexportadora: la protagonizada por el plátano y el tomate, a los que se unió la papa, ya cuando el capitalismo agrario penetró con intensidad en nuestros campos. Corrían entonces los tiempos en que los vapores se hicieron dueños del Océano y, con ellos como abanderados, se desató una intensa puja europea por el reparto y control del mundo, lo que provocó la inmediata revalorización estratégica de las islas como estación carbonera primero y gasolinera del Atlántico luego. Con estos procesos modernizadores llegó, también por mar, el turismo de élite, el único que se podía hacer entonces, hasta la definitiva recuperación europea de los tremendos desgarros producidos por las dos guerras mundiales –que tanto se hicieron notar en Canarias–, cuando el turismo se hizo posible para las masas asalariadas de la Europa del norte. El aprovechamiento de las nuevas oportunidades brindadas por esta industria de servicios ha propiciado el mayor salto de nuestra historia en términos de riqueza y bienestar, aunque ello también ha reforzado sin solución de continuidad hasta nuestros días la extraversión económica implantada desde la conquista, que –insisto– ha estado marcada por nuestra insularidad ultramarina.

Al filo de este sucinto repaso, resulta oportuno destacar que estos altibajos existenciales de las islas, relacionados todos con nuestra estrecha vinculación a la economía-mundo abierta a través del mar, han incidido de manera notable en el isleño, sabedor de que los tiempos de bonanza pueden ser seguidos de momentos de frustración. Con estas tremendas sacudidas el canario se deprime y desespera, sintiendo la pérdida de mercados exteriores como algo propio que afecta a su prosperidad y bienestar. Y cuando estas situaciones críticas han puesto en juego la misma supervivencia, quizás por su incapacidad para hacer frente a fuerzas exógenas tan poderosas o por su disposición a la búsqueda de alternativas, ha buscado la solución a sus males en la emigración. Y de nuevo aquí el Atlántico se vuelve aliado de los canarios y los caminos del mar ayudan a buscar un futuro mejor en las tierras americanas, en donde por razones de clima, lengua, carácter y trabajo, el canario se ha encontrado como en casa, aunque, en ocasiones, haciendo frente a situaciones similares o peores a las dejadas atrás, de manera que todo su objetivo era medrar para retornar en una situación más boyante, como así hicieron no pocos indianos. A modo de historia revertida, en los tiempos recientes también el mar ha traído a nuestras costas a muchas personas huyendo de situaciones miserables e injustas, haciendo de Canarias su tierra prometida. Demasiados perdieron la vida en el intento, convirtiéndose el Atlántico en su morada definitiva; de los que pudieron poner pie en tierra, unos partieron hacia otros caminos y otros se han quedado entre nosotros, integrándose en una sociedad que, en perspectiva histórica, siempre ha sido multicultural por naturaleza. Así es Canarias, constantemente a merced de lo que el mar trae y lleva.

La permanente y decisiva influencia del mar en nuestras vidas, como es natural, ha sido objeto de fecundo cultivo por nuestras letras y nuestras artes. El Atlántico inspiró a nuestros primeros poetas, que iniciaron la senda por la que transitaron otros muchos creadores a lo largo del tiempo, porque la inquietante presencia del mar en nuestro devenir acabará por darle una interpretación simbólica o metafísica. Desde las endechas hasta los poetas contemporáneos el mar también ha bañado los pensamientos y sentimientos de nuestros recreadores de realidades a través de la belleza literaria. Bartolomé Cairasco, aquel que nos dejó de herencia “un mar de cantos”, se presenta como el autor fundacional de la poesía canaria, que se prolonga con Antonio de Viana. Ambos desarrollaron la poesía épica renacentista e iniciaron los primeros mitos que han llegado hasta nuestros días. Con Templo Militante nace el mar mitológico que llegará a Tomás Morales. En el mar de Cairasco conviven los dioses y los mitos paganos con los religiosos. Su octava 32 nos deleita con estos versos:

“Cerca del monte Atlante, que en el cielo

tocar se finge, tienen sus moradas

las siete hermanas, que con blanco velo

están del mar en torno coronadas;

que, por su temperancia y fértil suelo,

el nombre se les dio de Fortunadas.

Y hubo quien dijo, viendo ser tan bellas,

que los Campos Elíseos eran ellas”.

En los versos que Lope de Vega dedica al poeta Alonso de Viana, también el mar une la historia con la mitología:

“Canta con versos dulces y suaves

la Historia de Canaria y Tenerife,

que en ciegos laberintos de Pacife

Da el cielo a la virtud fáciles llaves.

Si en tiernos años, atrevido al Polo,

Miras del Sol los rayos Orientales,

En otra edad serás su Atlante solo:

Islas de Océano, de corales

Ceñid su frente, en tanto que de Apolo

Crece, á las verdes hojas inmortales”.

En los siglos venideros el mar nunca dejó de estar presente en nuestros poetas para eclosionar con el modernismo de Tomás Morales y sus contemporáneos. El poeta de Moya se entusiasma cantando al Atlántico, al que hace suyo como compañero de vida:

“El mar es como un viejo camarada de infancia

a quien estoy unido con un salvaje amor;

yo respiré, de niño, su salobre fragancia

y aún llevo en mis oídos su bárbaro fragor”.

Un compañero de vida que le hace vibrar:

“El mar: el gran amigo de mis sueños, el fuerte titán de hombros cerúleos e inenarrable encanto: en esta hora, la hora más noble de mi suerte, vuelve a henchir mis pulmones y a enardecer mi canto… El alma en carne viva va a ti, mar augusto, ¡Atlántico sonoro! Con ánimo robusto, quiere hoy mi voz de nuevo solemnizar tu brío. Sedme, Musas, propicias al logro de mi empeño: ¡mar azul de mi Patria, mar de Ensueño, mar de mi Infancia y de mi Juventud… mar Mío!”

Algo similar le sucede a Fernando García Ramos, cuando reflexiona sobre la riqueza y el trabajo que el mar engendra.

“Que libre campo es el mar.
nadie lo asurca ni siembra,
ni tiene majanos blancos,
ni tiene lindes ni cercas.
Fruto es el peje en la barca,
si el campesino lo pesca;
hay que adentrarse sin miedo,
hay que meterse en la brega,
hay que bogar duramente
contra el viento y la marea,
bajo el sol que no perdona,
bajo la noche sin tregua”.

Esta inspiración continua que el mar ofrece a todos aquellos que cantan a su tierra la volvemos a encontrar en los versos del Himno de Canarias:

Soy la sombra de un almendro,
soy volcán, salitre y lava.

un rumor de paz
sobre el ancho mar

De la misma manera nuestras gentes, cuando compusieron sus coplas de manera improvisada, miraron al mar para que les inspirara, de modo que se convirtió en elemento de la naturaleza que se canta, como ocurre con la conocida cuarteta que comienza así:

Triste es la noche en el mar/ triste es la noche sin luna:

También el mar ha sido la fuente de inspiración de nuestros pintores, especialmente a partir del siglo XIX. Entre ellos podemos citar a López Ruiz y Néstor Fernández de la Torre. El primero, que llegó pensionado a Santa Cruz de Tenerife en 1895, quedó cautivado por el mar, el cual le permite, según los momentos del día y la actividad de las mareas, crear un sinfín de formas y tonalidades, razón por la cual se convirtió en un gran pintor de marinas, las del mar de Canarias, concepto al que alude el título de su magna exposición celebrada en Madrid en 1946.

A Néstor le inspiran las antiguas leyendas que cantaban a estas islas periféricas y oceánicas: “Las Hespérides”, “La Atlántida”…, paraíso soñado y deseado por quien derrocha sensibilidad y cuya pasión es la belleza, del mismo modo que inspiraron a tantos poetas, comenzando por nuestros clásicos, cuando cantan “…que Canaria y Aprósito, Junonis, Pintuaria Pluitula, Nivaria, que son las que rodea el mar Atlántico…”. El artista aquí se nutre de la luz de las islas, se embriaga del mar y de sus genes, de sus entrañas, para proclamar sin ambages:

“[…] El amor al mar para mí lo ha sido todo. […] ¡Oh!, en el Atlántico, que es el gran amigo de mis sueños, yo creo haber llegado a la verdadera posesión de mi personalidad. En el Atlántico siempre se anuncian cosas nuevas y sobrenaturales…”

Y como no podía ser de otro modo, el mar que nos rodea, el Atlántico, ha sido y sigue siendo uno de nuestros principales objetos de estudio para el desarrollo de nuestra propia actividad científica. No por casualidad la ULPGC es una de las pocas universidades españolas que tiene una Facultad de Ciencias del Mar. La Biología, la Física y la Química, por supuesto Veterinaria; cómo no las diversas Ingenierías; desde luego la Economía, la Empresa y el Derecho; la Geografía, la Historia, la Filología…; todas las disciplinas y campos multidisciplinares que se cultivan hoy en nuestra universidad (piensen en ello) están tan rodeadas de mar por todas partes como las islas en las que vivimos. Afortunadamente –hay que añadir–, pues ese mar que tanto ha condicionado nuestras vidas en el pasado y lo seguirá haciendo en el futuro necesita ser bien estudiado, para comprenderlo y aprehenderlo en toda su complejidad; para cuidarlo, protegerlo y conservarlo como oro en paño; para aprovechar sus recursos y los que por él vienen y se van con la perspectiva puesta en un desarrollo sostenible, y para que siga siendo ese poderoso capital intangible al servicio de nuestra prosperidad y bienestar.

Y termino ya: desde aquí dentro, desde la Academia, lo mismo que desde ahí afuera, desde la Sociedad, hemos de estar permanentemente atentos a los nuevos requerimientos que el Atlántico nos trae en estos tiempos de vértigo. La Historia es pasado, sí, pero en diálogo permanente con el presente; y el presente nos obliga a repensar nuestra atlanticidad, a reposicionarnos ante los acelerados cambios geopolíticos, geoeconómicos y geoestratégicos que se están produciendo en este océano que tanto marca nuestras vidas. Desde finales del siglo XV hasta comienzos de este siglo XXI nos hemos acostumbrado a superar las limitaciones que nos ha impuesto y aprovechar las oportunidades que nos ha brindado este mar que nos rodea, el sonoro Atlántico de nuestros poetas, pero siempre lo hemos hecho habiendo sido ese mar nuestro el centro marítimo del mundo, el pujante y dinámico océano que concentraba las principales rutas, los grandes tráficos y los más importantes negocios navieros. En cambio, de un tiempo a esta parte esta situación de encrucijada privilegiada en medio de los destinos del mundo está en proceso de mutación, y a marchas aceleradas. Lo mismo que antaño el Atlántico tomó el relevo del Mediterráneo en el liderazgo marítimo, ahora es el Pacífico el que parece destinado a tomar ese testigo de cara al porvenir. Creo que eso exige de todos nosotros una buena repensada sobre el mar que nos rodea, y a ello les convoco.

Muchas gracias, Rector, por darme esta oportunidad de glosar el mar; muchas gracias a todos por su presencia y atención, con mi deseo de que tengamos un nuevo curso muy fructífero, con el mar siempre en nuestro quehacer.

20 de septiembre de 2017

Manuel Lobo Cabrera

Nacido en Las Palmas de Gran Canaria el 31 de diciembre de 1950, es Licenciado en Filosofía y Letras (Sección Historia) por la Universidad de La Laguna, donde leyó también su Tesis Doctoral, que recibió la clasificación de sobresaliente cum laude. De 1997 a 2007 fue Rector de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.

Ha ocupado los cargos de Secretario de la Escuela Universitaria del Profesorado de EGB entre 1982 y 1984 y el de Vicerrector en la Universidad de La Laguna (1986-1989); y Vicerrector de Investigación de la ULPGC (1994-1997).

 

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