“Hay un espectáculo mayor que el mar… el cielo”. Victor Hugo

Sirenas y golondrinas

Valentina tenía mil años y había vivido cien vidas y, en todas ellas, siempre se había llamado Valentina. No importaba que fuese hormiga, delfín o sirena; elefante o niño…siempre había sido Valentina. El truco estaba, sobre todo cuando era niño, árbol o león, en jugar al escondite con las letras. Así, había sido Valin cuando fue niño y nació en la Rusia de los zares o Valentín el león, la estrella de un pequeño circo y, muchas veces, muchas veces, Valentina: la primera mujer astronauta en viajar al espacio; el pequeño arbusto que nace entre las rocas y es capaz de escalar a lo más alto de las montañas y que también se llamaba Coronilla Valentina…

Cada una de sus vidas era una aventura. A veces, cuando despertaba y ya no era la del día anterior, deseaba seguir durmiendo porque, aunque era consciente de la suerte que tenía de vivir tantas vidas diferentes, las medicinas la dejaban tan cansada que no sabía si hoy podría ser sirena sin ahogarse en el intento. Pero no. No se ahogaba. Y no le molestaba que su nombre de sirena fuera Lentina, Valentina sin Va, porque nadara más despacio que las demás: le gustaba ser sirena. De hecho, era una de sus vidas favoritas.

Lentina había escogido el Océano Atlántico como hogar. Muchos decían que allí hacía mucho frío y que había un monstruo muy grande que se disfrazaba de isla para engañar a los incautos navegantes que se acercaban a sus “costas” buscando descansar después de largas travesías. El monstruo-isla se llamaba San Borondón y es verdad que existía, pero no era malo, solo quería compañía y por eso jugaba al escondite con otros monstruos como él: barcos gigantes que flotaban, submarinos que le perseguían o aquellos otros que, a veces, veía entre las nubes y que, por más que saltase, le era imposible alcanzar. A Lentina le gustaba San Borondón y muchas noches dormía en su orilla derecha. Escogía la derecha porque era la que estaba más cerca de su corazón, por eso su amigo había crecido tanto, por tener el corazón a la derecha, y la arrullaba con su sonido acompasado, sobre todo las noches de frío en las que no podía dejar de temblar. El gotero que colgaba de uno de los corales que crecían en su lomo, estaba lleno de nieve y solo San Borondón la podía convertir en una corriente templada de agua de mar salada. Otras noches dormía en su cueva favorita. Estaba justo debajo de la barra de la Playa de Las Canteras. San Borondón le había advertido de lo peligroso que era dormir tan cerca de la ciudad, que las sirenas debían seguir siendo un secreto, pero Lentina le replicaba “y me lo vas a decir tú, que te acercaste tanto a la barra que te confundieron con un ovni…” San Borondón se reía, “no fue culpa mía, ¡fue del Mar de Ardora!”

Y era verdad. San Borondón se había acercado mucho a La Barra, pero había sido solo para llevarle a Lentina un collar que se había encontrado y que seguro sería de alguna niña que lo había perdido en la playa. Lentina escuchaba a través de las ondas marinas los llantos de los niños que perdían sus juguetes, pulseras, colgantes…en la arena y que se llevaban las olas cuando subía la marea. Ella los guardaba y, convertida ahora en golondrina, los dejaba semienterrados en la arena donde estaba segura de que sus dueños los podrían encontrar.

Aquella noche, la noche del “ovni”, San Borondón se había encontrado un collar del que colgaba un colgante en forma de osito y bajo la luz de la luna pudo ver su cara de pena. Dejando a un lado su miedo a estar tan cerca de la costa, decidió ir a La Barra para entregárselo a su amiga Lentina, seguro de que ella encontraría a su dueña. Nadó hasta allí sin darse cuenta de que aquella noche el Mar de Ardora también se había acercado a la Playa de Las Canteras. Él ya lo conocía, pero la luna brillaba con tanta fuerza, que confundió aquel mar fosforescente con la luz de la luna llena. Y mientras él flotaba creyendo pasar desapercibido a los ojos de los paseantes de la avenida, estos creían estar viendo un ovni posado justo encima de la barra. El Mar de Ardora cubría a San Borondón con un manto de algas luminosas que lo hacían parecer un platillo volante no identificado. Muchos fueron a sus casas a buscar una cámara de fotos para inmortalizar el momento. A la mañana siguiente, los periódicos publicaban la foto de esa isla que aparece y desaparece y que todos querrían ver alguna vez en su vida: UN OVNI SE POSA EN LA BARRA DE LAS CANTERAS.

Lentina y San Borondón se reían siempre que recordaban aquella historia. San Borondón lo hacía con tanta fuerza, y siempre en septiembre, que adelantaba cada vez más la llegada de las mareas del Pino.

Hoy Valentina quiere seguir durmiendo un poquito más. Cuando se despierte quiere ser golondrina. Una noche de sirenas, conoció a un marinero que flotaba en el mar sobre un nido de golondrinas. Mientras lo acercaba a la costa, él le fue contando la historia detrás de cada una de las golondrinas que llevaba tatuadas en su pecho: una por cada uno de los siete mares navegados. Le contó también que si un marinero no sobrevive a su viaje y muere ahogado, las golondrinas tomarán su alma y la llevarán desde las turbias aguas hasta el cielo más azul que puedas imaginar.

Guadalupe Martín Santana 

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