“Necesito el mar porque me enseña.”. Pablo Neruda

Viernes: aviso naranja por costeros (oleaje) y aviso amarillo por viento.

Colgada de un rejo, mi bautismo en un bote de vela latina

Tengo la parte posterior de las piernas doloridas y me han salido cardenales, pero no me importa en absoluto. Son solo las huellas físicas de mi bautismo en un bote de vela latina y pronto desaparecerán. Las otras huellas, las de la admiración y el entusiasmo, conmigo se quedan.

Jajajá,  el sábado 10 de septiembre aprendí algunas cosas: a colgarme de un rejo de pulpo (¡siii!, como en la estampa más emblemática de este deporte), a  saltar a la otra banda en las viradas sin que la palanca (la percha de madera que sujeta la vela) me rompieras la cabeza, y también que en un bote de vela latina no hay sitio para pasajeros contemplativos. Apenas lo hay para los tripulantes.

Lionel -un joven de 15 años- y Waiter -le calculo unos 30-  hicieron de profesores -de lazarillos más bien- durante la hora mal contada que duró mi experiencia. Instrucciones claras y precisas; mucho mucho garbo para cuadrar la maniobra y algunos empujones cuando fue menester. Fuera, dentro, arriba, espalda fuera y el viene racha fueron algunas de los gritos que traté de asimilar.

Todo esto ocurrió en “la piscina”, como la llamó Waiter, en referencia a que mis paseos tuvieron lugar junto al muelle deportivo, con el mar en calma y el viento modoso. Me puedo imaginar la excitación de  aquella orquesta tan bien conjuntada tocando su partitura en medio del oleaje, con el agua entrando a paladas en el casco encabritado.

Antes de entrar en faena me bautizaron. Es la tradición. Me hicieron sentar sobre los sacos del lastre con la espalda apoyada en el palo – sí, como los que van a recibir garrote- y, tras unas palabras ceremoniosas del patrón, me cayeron varios cubos de agua. Angelita de mar, me bautizó Onán.

Onán Barreiros, en primer plano, y otros miembros de su tripulación , durante el arranche del bote.
Onán Barreiros, en primer plano, y otros miembros de su tripulación , durante el arranche del bote.

El mundo de la vela latina tiene un ecosistema propio, que se desenvuelve tras los muros de su sede en el muelle deportivo. Ese día el Tomás Morales ofrecía una comida a sus marineros veteranos,mientras a pocos metros los otros equipos arranchaban sus embarcaciones. Había mucha actividad.

La economía ha mermado la flota, y de temporadas en las que hubo hasta 22 botes en competición, este año se ha quedado en nueve. Hay que entender que el presupuesto de un equipo puede estar en torno a los 15.000 euros, sin tener en cuenta la renovación de material. Una vela cuesta unos 3.000 euros.

El arranche de los barcos es una ceremonia larga, discutida, observada y minuciosa. Aquí todo es madera-madera, herrajes, cabos y nudos.

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Mientras observo el interminable proceso, los sacos de arena cosidos y amontonados al borde del embarcadero, listos para ser empleados como lastre,  me hacen acordarme de los Picapiedra. Exagero. La primera regata de vela latina tal y como la conocemos se celebra a principios del siglo XX en Gran Canaria. La competición  sufrió un parón con la guerra y renació en los años 60.

Aquí todo es tradición con predominio de estirpes familiares. Si no fuera por ellas, tal vez hoy tendríamos que leer en los libros que una vez existieron unos barcos esbeltos  que se llamaban botes y competían del muelle a la Mar Fea.

El aparejo es el mismo que se viene utilizando desde el principio, y está protegido por la normativa. Podría decirse que la navegación es más a pecho descubierto que otras modernas. Ver el sencillo gancho donde hay que fijar la escota de la vela causa espanto al profano: ¿Ahí?

Aquí el valor no lo da el progreso sino las raíces. 

“Es una forma de vida”, como me diría después Alejandro Barrera, presidente de la Federación Insular de Vela de Gran Canaria, y vicepresidente de la Sociedad de Vela Latina Trabajos Portuarios, armadora de los botes Puerto de La Luz y del Estibadores Portuarios. Las dos hijas mayores de Barrera, Carla y Paula, navegan en botes y barquillos de Vela Latina. El padre de Alejandro fue botero y su abuelo tuvo una balandra de dos palos, la Niña, con la que iba a África. El propio Alejandro llegó a ser preolímpico para Séul 88 en la clase Tornado de la vela ligera. Una prima de Alejandro, Ángeles, prepara hoy la comida a la tripulación. Se come en el muelle, después de preparar el barco y antes de la competición.

Estos botes son una página de un libro de historia de Gran Canaria que ha resistido los temporales del paso del tiempo. Las mayoría de nuestras costumbres han cambiado y poco tienen que ver con las de nuestros abuelos, pero este pequeño reducto del muelle deportivo recuerda a aquella aldea gala ….

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