“Necesito el mar porque me enseña.”. Pablo Neruda

Viernes: aviso naranja por costeros (oleaje) y aviso amarillo por viento.

Las Canteras, cuando olía a pulpo asado y hollín

Hemeroteca

Artículo publicada por el periodista  Yuri Millares en marzo de 2014 en su página web Pellagofio especializada en temas canarios

La playa de las Canteras ha pasado el siglo XX transformando su fisonomía, desde aquella abrigada bahía y sus arenales del siglo XIX, al moderno paseo de una ciudad pujante que se asoma al mar para disfrute de nativos y visitantes en el XXI. Las casas de una sola planta o dos que allí se fueron construyendo, conformaron un tranquilo barrio de familias que se agrupaba por manzanas y tenían a adultos y niños ocupando el correspondiente espacio en la arena. A las casas se les sumó una avenida peatonal, que ejerció de imán para otro tipo de construcciones cuando la playa dejó de ser lugar de ocio de un barrio, para serlo de toda la ciudad y de turistas venidos de medio mundo. Las casas de familia fueron sustituidas, con el paso de los años, por edificios de apartamentos, hoteles y restaurantes.

Una de aquellas últimas casas de familia, que había quedado vacía ya en la década de los 90 y recientemente dejó de asomar su fachada con balcón canario al paseo de la playa, es la conocida como Casa de los Blanco, justo al lado del hotel Reina Isabel. Estos días se está convirtiendo en un moderno y funcional edificio de viviendas.

La madera de su balcón, construido en 1941 con tea pero de riga americana Pinus caribaea muy pesada y olorosa, ha cambiado de forma de un modo tan asombroso que ahora es el atractivo y brillante cuerpo de una colección de bolígrafos y estilográficas que un artesano que ya hemos presentado en PELLAGOFIO (ver nº 12-2013) ha convertido en bellos objetos de escritorio.

Pero aquella casa tuvo una intensa vida vinculada a la playa desde que fue construida a principios de la década de los 40, en plena guerra mundial, por el farmacéutico Manuel Blanco Hernández, que se vino a vivir a ella con su familia en 1942, también su hijo Enrique Blanco Torrent, que entonces tenía seis años. “A mi padre le gustaba mucho la arquitectura y fue una casa espléndida la que construyó. La avenida sólo llegaba hasta el colegio Viera y Clavijo, donde había un balneario con una balconada preciosa. Yo estudié allí hasta los 17 años”, recuerda.

Eran tiempos en la que cada una de aquellas casas eran de familias que se conocían y compartían playa. En su manzana estaban, de derecha a izquierda si las miramos de frente: el edificio, con sus dos torres, del colegio Viera y Clavijo; la casa de don Jesús Ferrer Jimeno (que fue alcalde de la ciudad, precisamente de 1940 a 1942)), la sede del Club PALA (Peña Ateneo Los Amigos) y la casa de don Juan Giménez, cuyo hijo Fernando Giménez Navarro fue presidente del Cabildo de Gran Canaria; la Casa de los Blanco; la de don Antonio Lucena (la única que queda en pie); y, en la esquina, la de don Vicente Socorro.

 

Toldos cada día y botes cada tarde
“Era una playa muy familiar”, insiste Enrique Blanco. Tanto que cada día, allí mismo, instalaban en la arena sus toldos la familia Rosales (que vivían en una casa por detrás) y la familia Socorro. Los Blanco aportaban al paisaje playero una enorme sombrilla. Toldos y sombrilla se ponían y quitaban todos los días… pero el baño era sólo por la tarde, “no como hoy, que es todo el día”. Y si había marea baja, la chiquillería tenía permiso para ir hasta la Barra, la barrera natural que convertía la playa en una inmensa piscina de aguas cristalinas.

Enrique Blanco y Alberto Socorro eran de los muchachos que tenían bote. La Barra y la playa para la juventud y el resto de los playeros no tenían secretos, pero para quienes podían moverse a remo, menos aún. Y ellos dos y la pandilla de amigos de la que formaban parte se iban a veces de escapada a la Peña del Muerto (alguno de ellos incluso llegó a saltar, al subir la ola, desde el bote a la roca y trepar a lo alto). La Peña del Muerto estaba más allá de la Barra yendo hacia El Confital, fuera de los confines que les estaba permitido pisar, nadar o navegar. “Ustedes fuera de la Barra no pueden pasar, ni con el bote”, les habían dicho. Pero aquellas eran unas aventuras irresistibles para unos quinceañeros.

Y pese a ser sólo de remos, aquellos botes regresaban a la orilla, en el tramo conocido como la Playa Chica, en una especie de regata de vela aprovechando la dirección del alisio y usando los albornoces como velas. Un remo en la proa hacía de mástil para el albornoz y el otro remo se ponía detrás como timón.

 

Arena, arena, arena
“La playa estaba más limpia que ahora, pero porque había menos gente y además era mucho más corta”, recuerda Enrique Blanco. La construcción del barrio con sus casas y aquella avenida con su muro sobre la arena, dejó de permitir el movimiento natural de los sedimentos que hasta entonces venía funcionando en el ecosistema de la playa. La arena seca ya no se la llevaba el aire tierra adentro por los arenales. Ahora se amontonaba en la orilla. Junto a la roca conocida como El Peñón se podía navegar todavía en aquellos años de juventud de Enrique en un pequeño bote por la parte de la orilla, frente al muro Marrero. Hoy es imposible. Lo mismo pasa con la Peña del Pico, frente a la Comandancia de Marina, que si uno iba por la parte de atrás debía meterse en el agua hasta la cintura con marea vacía, para subir a tirarse al mar desde arriba. Por cierto, que hubo una época en la que pusieron unos trampolines en algunas de estas rocas de la playa, uno en la Peña del Pico. No duraron mucho y hubo algún que otro accidente. “Yo sé de alguien que fue a subir y aquello estaba tan oxidado que se cayó para atrás agarrado al hierro y se dio un leñazo* en la espalda impresionante”, relata.

La vida para los niños que paraban por aquella playa tenía, incluso los días de colegio, la arena como lugar de juegos. Al menos lo que iban al colegio Viera y Clavijo, pues el recreo se desarrollaba en la playa. Y los fines de semana, aprovechando la paga semanal, no podía faltar la cita con alguna película del Oeste en alguno de los dos cines de la época: el Hermanos Millares, al borde mismo de la playa, y el Pabellón Santa Catalina, en la calle Ripoche. Si era verano, la chiquillería iba incluso descalza (los zapatos se reservaban para ir a misa los domingos) y según fuera uno u otro cine disfrutaban de la velada comiendo pulpo asado y porciones de coco (en el cine Hermanos Millares, subidos allá en el entarimado de escalones de madera del gallinero), o un cartucho de chochos (en el cine Pabellón, porque de camino a él había una señora que los vendía en la puerta de su casa en la calle Luis Morote).

El celuloide reflejaba sobre la pantalla del Pabellón unas imágenes muchas veces temblorosa, con la consiguiente “escandalera de la gente” que gritaba “¡arriba-abajo!” y pataleaba desde sus butacas, recuerda. “Eso formaba parte del espectáculo”, ríe. “Mi padre me daba cada semana 2,50 pesetas. Y me daba para ir al cine y coger la guagua, porque a veces íbamos los amigos al cine Royal o al cine Cuyás; también estaban el Hollywood y el Avellaneda”.

 

La Pepa
Los recuerdos de aquellos años de posguerra en la ciudad de Las Palmas no estarían completos sin la mención al tranvía. Rescatado su servicio gracias a una locomotora que tiraba de los vagones, Enrique también habla de La Pepa: “Una de las cosas que hacíamos los chiquillos era salir corriendo cuando el tren salía del Mercado del Puerto. El pitido se oía en todos lados y si teníamos una perra gritábamos ¡que viene La Pepa!, y salíamos corriendo de la playa por la calle Padre Cueto. Llegábamos antes que La Pepa y poníamos una perra para que la pisara y la aplastara. La dejaba planita-planita”.

 

Manuel Blanco Hernández se construyó una preciosa casa en la playa de las Canteras casi al límite de donde en 1942 llegaba la avenida, al lado de donde hoy está el hotel Reina Isabel. Por detrás, en la calle 29 de Abril aún pasaban los rebaños de cabras que se ordeñaban a la puerta de las casas. Pero Blanco no necesitaba esa leche, pues llegó a tener su propia vaca aprovechando el enorme jardín interior que tenía la casa.

Todos los que la conocieron la recuerdan como una casa muy bella por dentro. Tenía varios patios, una fuente y lo que en aquellos años no era muy habitual, cinco cuartos de baño (uno incluso en el dormitorio principal). También tenía capilla con un retablo que talló Plácido Fleitas y cuadros de Jesús Arencibia y Servando del Pilar.

Sin embargo, cuando este farmacéutico compró aquella parcela (que estaba edificada y derribó) no faltaron amigos alarmados que le dijeron: “¡Estás loco, pero cómo compras esa casa en plena guerra, si los ingleses van a venir por la playa de las Canteras y vas a estar en primera línea de fuego!”

Yuri Millares

Ayúdanos a seguir informando día a día sobre nuestra playa: dona

He visto un error 🚨

Comparte

Comenta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

error: Este contenido está protegido con derechos de autor