“Cuando dos caminos se separan… toma aquel que se dirija a la playa”. Hannah McKinnon

Tarde agradable: nubes y claros

Henry Moore en la playa de Las Canteras

Año 2013. Playa de Las Canteras

Esta exposición celebra la obra de Henry Moore (1898-1986), uno de los grandes maestros de la escultura moderna.

En las décadas posteriores a la Segunda Moore Guerra Mundial se ganó la fama mundial de los bronces monumentales que están situados en muchos de los espacios exteriores cívicas y públicas del mundo. Seleccionado por Anita Feldman, Director de Colecciones y Exposiciones de la Fundación Henry Moore, la exposición incluye siete bronces monumentales creadas por Moore en el pico de su carrera, entre 1960 y 1982. Estos siete esculturas son representativos de los motivos principales de la obra de Moore: la fascinación por la figura de descanso y los temas “Madre y niño”, la exploración de la relación de la figura humana con el paisaje, tanto urbano como rural, la tensión entre el naturalismo y el abstracción. la transformación de los objetos naturales en formas escultóricas.

La exposición permitirá a cientos de miles de personas para disfrutar de algunas de las esculturas más conocidas y más imponentes de Moore contra el impresionante telón de fondo de las cinco ciudades españolas. Moore concibió muy pocas obras con un sitio en particular en mente, así que uno de los aspectos más interesantes de este proyecto será la oportunidad única de ver las mismas esculturas que se muestran en estas diferentes pero igualmente hermosos escenarios.

 

Artículo de Javier Durán (www.laprovincia.es)

He visto semana atrás, en Santa Cruz de Tenerife, las figuras humanas de Henry Moore bajo la luz del día, por las calles peatonales de la Plaza de La Candelaria, camino del mar pero sin llegar a tocarlo, quizás hasta sin recibir el baño de yodo y sal que forma una película sobre el bronce. “Tienes que verlas de noche, con el único ruido de las olas”. La Playa de Las Canteras, en la tarde invernal, se transmuta y cambia su calidez mañanera (de refugio ideal frente al hielo de Europa o de la ciclogénesis) por la humedad pegajosa que salpica las baldosas y se cuela inmisericorde por los huesos de los paseantes. Es la hora de la brumas, del color oscuro del agua, casi de la campanada del barco que trata de encontrar el camino entre la espesura nocturna. El Auditorio se erige igual que una fortificación, el sitio de un señor que domina más allá de La Barra, que sube los días de tormenta hasta el lucernario para divisar una flota castigada por vientos endemoniados. Alrededor de la obra de Tusquets, pétrea y medieval, están las esculturas de Henry Moore. Y es verdad que en la oscuridad, con los focos trucando su textura, aparecen distintas.

Podría ser esta ruta mooriana desde la curva voluptuosa a la rugosidad extrema (Moore se rebeló y talló en directo, exponiendo a la vista la herida de la piedra) una excavación, a destiempo, sobre un pasado remoto donde los canteros extrajeron enormes bloques de Las Canteras para crear pilas de agua, refinados aposentos para depurar el líquido. Una artesanía bíblica, sin descanso, embrutecida por el sacrificio, donde las fallas y estrías de las rocas estallaban bajo el golpe seco del martillo y el escoplo. La Barra, afianzada al fondo, sería un testimonio de aquella dimensión, y la playa un lugar de paseantes sin bañador, vestidos como en Muerte en Venecia, temerosos de las olas y que se acercan a la orilla igual que a un balneario para el reúma o para los desarreglos mentales.

Henry Moore nunca estuvo tan pegado al mar, ni tampoco, al parecer, a una cantera de maestros labrantes. La media luz provoca una cercanía obsesiva a la figura recostada, a observar de cerca los miembros que salen del cuerpo y retornan al tronco; a pasar las yemas de los dedos por los golpes de la herramienta y confirmar que allí se agolpan los sedimentos de la playa, las partículas que la brisa del mar expulsa sobre el Paseo; a ir luego a las curvas y confirmar que a través de ellas se ve a gente que no sabe que está siendo observada a través de una obra del artista británico; a mirar a una fotógrafo que rodea una y otra vez la obra para atrapar instantáneas; a un niño que escapa de la mano de su padre y abraza la escultura en un gesto rápido, imprevisible; a un grupo que frena su conversación bulliciosa ante la obra, ante el respeto al artista, al creador, al trabajador infatigable… Henry Moore dedicó gran parte de su vida a colaborar en proyectos educativos, a humanizar la sociedad frente a la estética… No es fácil: ese muchacho que lee en el campus universitario frente a la Biblioteca General, un símbolo del progreso, fue decapitado y convertido en un manco de Lepanto. El autor de la pieza, Manolo González o el mismo rector de la Universidad buscan una explicación a la salvajada. ¿Qué hemos hecho mal para que el mundo sea a veces una matanza de Texas?

La Fundación del artista y La Caixa hacen arte público, ir más allá de los museos, sacar la escultura a la calle, aprovechar un lugar privilegiado para conocer la obra de un artista. Los gestores públicos, ofuscados por invertir y por cumplir un programa, olvidan la pedagogía y convierten en secundaria la necesidad de llenar la vida de sus ciudadanos de arte, de sensibilizarlos frente al canon de sus creadores locales y de acercarlos a los que vienen de otros territorios geográficos o estéticos. En un mundo absorbido por el internet los museos, las salas de arte, corren el peligro de fenecer: está entre los adolescentes la idea de que da lo mismo ver una obra de Henry Moore en una web que en un museo o, como es el caso, en el Paseo de Las Canteras. Las pinacotecas, los depósitos, acaban siendo panteones o sepulcros cuando pasan a ser inamovibles. Los cuadros, las esculturas o las instalaciones deben estar, y ahora más que nunca, en movimiento efervescente. Sin ir más lejos, nada más gratificante (para los protagonistas y para la sociedad) que ver a Plácido Fleitas cruzarse con Juan Negrín, cuya Fundación ha elegido una hermosa cabeza tallada por el artista para colocarla en un lugar privilegiado de la sede del archivo del científico y político. Es un diálogo enriquecedor.

Todas las noches, con o sin Luna, a la hora del clima más salvaje de una isla rodeada de mar, con una Isleta virgen, la grandes voluptuosidades y rugosidades de Henry Moore reciben el fuerte abrazo del Atlántico. En la hora de la marcha, acostumbrados a verlas ahí, se extenderá la sensación de orfandad, de un vacío que facilitará una caminata sin obstáculos, pero que a la vez nos llevará a echar de menos el aura de un artista. “Por la noche son diferentes”.

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