“Cuando dos caminos se separan… toma aquel que se dirija a la playa”. Hannah McKinnon

Miércoles de playa

Los `filósofos´ del Parque por Ángel Tristán Pimienta

A finales de los sesenta, personajes como Lolita Pluma, Polo el grabador, Pepe el limpiabotas y Juan Martín, el buzo, formaban parte del ‘paisaje’ del Puerto

“A los políticos les haría como a las jareas”, dijo Lolita Pluma, arriba, con Tristán.

En los años sesenta del pasado siglo, el Parque de Santa Catalina se codeaba en cosmopolitismo con los grandes epicentros europeos de la gran movida cultural que alumbró el movimiento hippy, el mayo del 68 en Francia, y todo un imparable tsunami que removió los cimientos de la sociedad.

Había un trasvase continuo, por ejemplo, entre la parisina Plaza de Tertre y el ‘Santa Catalina Parken’ con su hijuela natural de ‘Ripoche Street’. En pleno Montmartre, al pie de Sacre Coeur, era frecuente tropezarse con pintores ambulantes que en la temporada de invierno ofrecían sus retratos, caricaturas o paisajes en el Puerto de La Luz. Todavía no había empezado el ‘boom’ del sur, sin panza de burro, con la fuga en masa de los turistas. En 1967, Las Canteras y Santa Catalina formaban los polos de atracción de decenas de miles de nórdicos, todos parte del suequerío, que se ponían colorados como perinquenes tendidos al sol, por el día, y que tras las cenas, en los intempestivos horarios europeos de media tarde, tenían como principal punto de encuentro el Santa Catalina, desde donde se distribuían a los cientos de boites y bares hasta bien entrada la madrugada.

El Parque era como un microclima, una reserva en territorio sioux que tenía su propia fauna invariable. Un conjunto de personajes cuyas peculiaridades los convirtió en un componente vital de la personalidad del recinto (ahora destrozado por el ‘caterpillar’ de la bobería posmoderna) y en un elemento inseparable, aunque a algunos pueda parecer extraordinario, del atractivo turístico de la ciudad. Muchos iban y venían llevados por los vientos que unos meses soplaban hacia Canarias y otros hacía el Mediterráneo, o hacía el tiempo detenido de París o Roma. Pero otros eran genuinamente locales. Parte del paisaje urbano.

LA PROVINCIA había iniciado su segunda etapa en diciembre de 1966. En los primeros meses de 1967, y tras un par de cartas al director y algunas gacetillas o artículos de menor cuantía el director, José Luis Martínez Albertos, encargó al reportero casi adolescente que entrevistara a gente corriente, “a esas personas que están ahí, a la vista de todos, que conocen más los turistas que los de aquí”.

Fue así como se eligió al protagonista de la primera entrevista del reportero: Lolita Pluma. Y como se siguió, durante semanas, hablando con Los filósofos del Parque.

Lolita, la reina

Fue la primera amante de los animales; la fundadora espiritual de los defensores de los animales. Había que ver cómo, en cuanto ponía los pies en la plaza, se le acercaban los gatos, maullando de alegría, rozándose el lomo entre sus piernas, dando brincos para tratar de llegar a la bolsa de papel de estraza, y a veces de plástico, lo cual era un lujo entonces, donde guardaba los restos de pescado que le daban en la pensión o en los bares o barcos pesqueros que eran su fuente de suministro. Ahuyentaba a las palomas, para que dejaran quieta la comida de los felinos porque, decía, las palomas pueden volar y además todo el mundo les da migas de pan. Así, un día tras otro. Claro que también atendía a los perros, a los más desvalidos, a los mil leches de cara tristona y hambre en los ojos. O como recogía de los parterres los nidos que tiraba el viento, y hasta llamaba a los bomberos, que iban, para colocarlos en su sitio, en las copas, a buen resguardo, con gran algarada de la chiquillería que presenciaba, absorta, la operación humanitaria.

Vestida con los apaños, con restos de telas siempre chillonas, rojos, amarillos, verdes, azules, estampados, floreados, pero todos de tonos muy vivos, que le daban las mercerías o alguna señora de los alrededores, y que ella convertía en túnicas, ribeteadas, a veces, con cintas adamasquinadas, se paseaba entre las mesas del Guanche, El Casablanca, La Peña, El Derby, El Río? recogiendo lo que le daban los conocidos, o posando, previo pago, con los turistas, que se daban cuenta de que era parte del lugar. “Con abrazo, es un duro más”, decía. “A mí no me gusta que me soben”, explicaba. “Pero si pagan? allá ellos”. En del bolso, con el tufo a las sobras, solía llevar fotos-postales que le hacía un fotógrafo de General Vives. Las cámaras actuaban como un resorte; no podía ocultar su innata coquetería, y se repintaba los labios, con lápices rojos rojísimos, y se silueteaba los ojos, aunque a veces pareciera un oso Panda. Solía comprar colonia a granel en la perfumería Tristán, esquina Luis Morote con General Vives. Le regalaron un bote rosa de plástico, con pulverizador, y ella se ponía delante de un espejo de dos metros de alto por uno de ancho, que tapaba un ropero-trastero, y literalmente procedía a lo que más técnicamente se llamaría ‘riego por aspersión’.

Hay quien asegura haber visto cómo las moscas que le orbitaban, y otros objetos voladores sin identificar, caían fulminados. Ella, con la colonia puesta, y al final siempre regalada, advertía a los críos: “y tú, pórtate bien, que eres muy desinquieto”. Y cuando ya cruzaba la calle, ponía gesto de enfado y amenazaba, en el fondo muerta de risa: “y si no, llamo al cabo Medina”. Lo cual, en aquellos tiempos, era una amenaza para tener en cuenta. Era deslenguada y viperina; muchos decían que era una chiflada, “está loca”, pero ella se reía. “Sí, loca, locos están ellos. Lo que pasa es que me tienen celos porque yo hago lo que me da la gana”.

La entrevista para LA PROVINCIA era, para Lolita, un acto solemne. Le avisé el día anterior y me citó en uno de los bancos bajo la celosía verde, en la que se enredaba una espesa buganvilla violeta, al lado poniente del torreón de Unelco. A un par de metros del sitio exacto donde, a su muerte, el empresario Ángel Ferrera colocó una estatua, financiada por Toyota, dedicada a su memoria. Lolita, en bronce, es tal cual era.

Hay cosas que no cambian: las fotos. Muerta, viva solo en el recuerdo, sigue siendo motivo de postal. En un alejado pueblo japonés, a doscientos kilómetros de Tokio, una base pesquera importante, un antiguo marinero de Japan Tuna enseñó al periodista canario, entre sus pertenencias más queridas, un timple, un trozo de lava de La Isleta? y una foto de grupo con Lolita Pluma. En un español comanche, aprendido sin duda en Andamana y cercanías, aseguró nostálgico: “Gran Canaria, Lolita, Santacatalina parken”, y enseñó una jaula de verguilla con un pájaro canario auténtico, pero disecado, comprado en los muelles.

“La gente que me mira y hace relajo al lado mío, es que son unos envidiosos”, zanjó los cuchicheos de unos mirones, asombrados ante su “sencillez y orgullo” con un traje que parecía sacado de un atrezo del Pérez Galdós. “Mira, mi niño, desde que me levanto, dale que dale, camina que te camina para buscar unas perrillas? Si no fuera por este sacrificio (y miraba a sus ‘gatitos’, que la contemplaban fijamente, como si la entendieran. “Después de comer, vengo todos los días para atenderlos”.

María Dolores Rivero Hernández nació en La Isleta pero de familia aruquense. En principio nada presagiaba lo que el destino le preparaba detrás de una vuelta del camino. Se casó, se separó, vivió a su aire, en los márgenes de la sociedad. Vendiendo flores, ayudada por los amigos, limosneando con orgullo. El alias, Pluma, era una herencia: su abuelo, y su padre eran unos privilegiados: sabían escribir y utilizaban plumillas. Nacida en 1904 murió a los 83 años, en 1987, en el Hospital Insular. Tuvo una vida torcida. “De pequeña me gustaba ser cantante. Cantar y triunfar. Ese era mi sueño, porque yo cantaba bastante bien, pero ya ves como es la vida?”. Muy seria aseguró que ella nunca dejaría el parque, y así terminaba aquella crónica de marzo de 1967, preñada de ingenuidad: “Estará mañana aquí, mañana y todos los días”. El “no me moverán” lo tenía siempre en la punta de la lengua.

Quien se divertía hablando con ella en la terraza del Derby, cuando el Derby era el Derby, porque el parque era el Parque, el alcalde Juan Rodríguez Doreste, que la apreciaba de veras. Un día ella, obviando la condición de su interlocutor, harta de los problemas, de las desidias, de la madeja, sentenció que “a todos los políticos les haría como a las jareas”.

La estatua tamaño natural financiada por Toyota, inaugurada con asistencia de empresarios y políticos, y un buen gentío el 26 de abril de 1998, hizo posible su sueño: vivir siempre en el Parque. Rodeada de sus gatos.

Polo, el misterioso grabador

En la terraza del Casablanca tenía su taller portátil un catalán misterioso, siempre callado, embebido en su trabajo de grabador de metales, que se llamaba Polo, Leopoldo Ortega, siempre en la misma mesa, siempre con una jornada laboral rígida, pero no asesina: de once de la mañana a dos de la tarde. Siempre emperchado, chaqueta, chaleco, corbata.

Hasta allí se acercaban los clientes para que le grabara a mano el nombre en una pluma de regalo, comprada en Martell o en Miami, o en los cientos de bazares indios, o para una dedicatoria en una bandeja de plata, o para dejar huella de amor en un anillo de boda o en un colgante. Era limpio y cumplidor, a pesar del ungüento amarillo. Siempre con una bilbaína en la cabeza, y con gafas de gruesos vidrios de vista cansada. Con varios huecos en la dentadura, que quedaban a la vista cuando se reía, cosa que ocurría pocas veces. Desplegaba sobre la mesa, con mantel a cuadritos verdes y blancos, sus útiles laborales. Y un vaso de vino tinto, que bebía a sorbos. Silencioso, muy a lo suyo, hablaba con muy poca gente. Saludaba afable a Lolita, y a Pepe el betunero, con quien charlaba de sus viajes, a media docena de comerciantes de los alrededores, y, claro, a los camareros que le atendían con deferencia y familiaridad.

Fue un vivalavida, que vivió a su aire. Sin ataduras, decía, quizás con una pizca de arrepentimiento, por si las cosas hubieran podido salir de otra forma. “Y tú, hijo, estudia, para que seas un hombre de provecho?”, aconsejaba a los chiquillos que mosconeaban intrigados por el movimiento del punzón. No quiere hablar, pero si se utiliza la pinza del dentista las palabras se van arrancando como muelas. Nació en 1896 en Barcelona en un ambiente militar: abuelo general, padre coronel, fallecido cuando él era muy joven: chico rebelde. A los catorce años se fuga de su casa y aparece en una compañía de comedias. Se hizo actor y viajó por toda España. “He cultivado todos los géneros teatrales y en todos -miraba muy fijamente al decir esto, como queriendo garantizar la verdad- he tenido igual éxito”.

Pero sólo aguantó dos años. Entonces se dedicó a matar ratas, cucarachas y chinches “con gas asfixiante”. “Fue interesante la experiencia -reflexionaba el periodista en ciernes- de un cambio radical: de artista a matarratas”. En 1931 se hace chófer de autobuses en Santander y en Alicante. Allí le coge la guerra civil y fue requisado para el parque móvil republicano. Al llegar los franquistas se enrola en la legión Cóndor. “Yo era Polo, el grabador de la compañía”. Nunca aclaró qué grababa.

Pateó España, Portugal, estuvo en Francia y en Alemania? De casualidad llegó a Gran Canaria, “me aplatané”, dejó las aventuras, “vivo feliz, sí, y tranquilo”, saltando de la mesa de trabajo a la mesa de la tertulia, desde donde vigila sus posesiones. “En fin, que soy polifacético de todo y grabador a la fuerza”, sonríe con un deje de amargura.

Un día dejó de estar. La mesa quedó vacía. Pero, al poco, se volvió a ocupar con los cafelitos de la gente anónima.

Pepe el limpiabotas

Cuando José Rodríguez Bernal trabajaba se quitaba la pierna ortopédica, que al principio fue de palo y más tarde articulada. “De rodillas es imposible llevarla”. Y el trabajo era lo primero. Era un limpiabotas, o betunero, singular. La invalidez, decía, no era una enfermedad que le incapacitara “como persona humana”. La vencía todos los días, con largas caminatas, o nadando: le gustaba batir sus propios récords. De la orilla a la barra, la playa de lado a lado, o una travesía a mar abierto desde la matazón, por la desembocadura del Guiniguada, al muelle Santa Catalina, siete kilómetros agotadores con una sola pierna.

Disfrutaba tertuliando en la terraza del Guanche o de La Peña, contando sus hazañas a comerciantes, rentistas o empleados de banca. Pocos habían tenido la oportunidad de recorrer mundo. Y él, que perdió la pierna “fue mala pata”, sonreía, cuando tenía ocho años, en un accidente del tranvía, había estado en Roma en 1963 para ver al Papa. No pudo hablar con él, pero a través del embajador en el vaticano el entregó dos retratos que habían hecho Eduardo Millares Sall (Cho Juáa) y Martín Madera. “Claro, Pablo VI se encontraba descansando en Castelgandolfo”.

No pudo esperar a la vuelta del Pontífice “porque me quedaban cien pesetas escasas”. E incluso en aquellos tiempos, era una cantidad menos que minúscula para encontrarse en Roma. “Me impresionó mucho Londres, en 1964, cuando fui a depositar una corona a la tumba del doctor Flemming, el descubridor de la penicilina. Salvó la vida a mi hijo cuando éste temía cinco años”. Arrastrando la prótesis en 1964 cruza el charco y realiza el periplo americano: Santos, Montevideo, Buenos Aires, Rio de Janeiro.

Los clientes y los compañeros de tertulia le escuchaban embobados, y un punto envidiosos. Agachado a sus pies, dándole brillo a los zapatos con el cepillo y el trapo, brillante de millones de restriegos, Pepe contaba todo aquello como lo más natural del mundo, amablemente, sazonando su experiencia con datos sacados de las guías turísticas. Insistía mucho en que el pasaje era producto sólo de su trabajo. Y de nada más. “La gente sabe que trabajo día y noche, y con este sacrificio logró reunir las perrillas para el viaje? El viajar da cultura, y a lo mejor el día menos pensado esto me sirve para algo”.

¿Y no has tenido miedo..?, le preguntaban sus amigos. No, no, negaba con un gesto de su mano apoyando las palabras. Nadie lo dudó. Poco antes había volado en una avioneta con un piloto que hacía su primer vuelo en solitario. “Añurgado sí que iba; fueron dos horas, y casi nos caemos al agua”.

A los once años se fabricó la primera caja con unas maderas cogidas en los muelles. Al limpiar el primer botín, cuando el cliente puso un pie en ella, “se descuajaringó”. Gracias a unos conocidos, el delegado de Shell le regaló una nueva. Desde ese día Pepe colocó con Imedio un cartelito de la petrolera.. Fue, quizás, el primer limpiabotas sponsorizado de España.

El buzo y los tiburones

Juan Martín Henríquez era un hombretón, alto, angulado, fuerte, con sesenta años. De vez en cuando acudía a las reuniones que se empataban desde el mediodía hasta las cinco de la tarde. Cafés, puros habanos. Carajillos y coñac. Mucho palique. Daba una vuelta alrededor del Parque, y según lo que viera, se sentaba o seguía su paseo. En el 26, del siglo pasado, comenzó a trabajar como buzo en la construcción del muelle grande, el de León y Castillo que en el franquismo, y por razones obvias, se llamó del Generalísimo. En aquellos principios se llevó su primer gran susto morrocotudo. Trabajaba junto con su hermano, que se encontraba a unos metros, y de repente “un enorme monstruo de más de seis metros de largo intentó arrebatar a mi hermano; pero por suerte la manta, ése era el pez, tropezó con unos cables y pudo ser capturada. En tierra tuvo una cría, que fue disecada y que luego se llevó al Museo Canario”.

Como es lógico, Juan pegaba siempre que podía la hebra con Pepe, al que, historias aparte, siempre le procuraban un extra. Les unía la mar, a uno como nadador de fondo, al otro, como buzo a la antigua usanza: escafandra, traje de caucho, y respiración gracias a una manguera conectada a una bomba en la superficie. Y pies de plomo, para andar por el fondo. Al uno, el fin de su actividad vino marcada por el descubrimiento de las esponjas autobrillantes, que, en la práctica, colocaron un betunero en cada casa; y al otro, por las botellas de aire y el neopreno.

Solía usar guantes. “Me encontraba trabajando en el golfo de Guinea en la sala de máquinas del vapor Fernando Poo, que había naufragado, cuando, de repente, un tiburón se lanzó sobre mí y se llevó parte de mi mano”. Pero esos son gajes del oficio, comentaba, unos gajes de un oficio que callaban a los que querían meter baza para presumir de anécdotas cotidianas, empequeñecidas por el dúo hablador de Pepe el limpiabotas y Juan el buzo. “Una vez tuve que salir a la superficie -comentaba a los boquiabiertos amigos- con un pulpo de dos metros pegado a la escafandra”. Estaba un poco sordo, y no entendía bien las preguntas. “Unas explosiones de dinamita bajo el agua cerca del lugar donde trabajaba…”, se disculpaba. Un camarero que le escuchaba, de los que luego se fueron al Pote cuando don Ramón, el gallego, cerró El Guanche, le comentó algo así como “pues podías haberlo traído, que lo haríamos a la romana”. Hay que decir que sus calamares rebozados gozaban de merecida fama.

Había pisado el fondo de muchos mares. “Mirado a los ojos, fijamente” a tiburones curiosos, que no le resistían la mirada y daban media vuelta mientras él entraba y salía de cascos hundidos que se intentaba reflotar. A punto de cumplir los sesenta, rechazaba retirarse antes de tiempo. Me retiraré solo cuando deje de estar fuerte y no me encuentre en condiciones”. Yo pensé: “Tiemblen, escualos”.

Ángel Tristan Pimienta.

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