“Hay un espectáculo mayor que el mar… el cielo”. Victor Hugo

“La comida de las gaviotas” ( Relato)

Las gaviotas eran las reinas y el centro del entorno cinematográfico.

En la playa, cerca del Confital gaviotas y más gaviotas volaban asustadizas y planeaban a ras del agua, hacían reverencias, chapoteaban zalameras.

Anidaban en la espuma, se camuflaban desorientadas y de lejos sus cabezas blancas me hacían creer que eran una gran nube. Yo me las suponía llena de misterios.

Contaba el conocido boxeador “Carreta” que el equipo técnico le encargó a dos amigos suyos “El Grandote” y el Chucho” -así lo llamaban entre los marineros- la compra del “engodo” que servía para atraer las palmípedas a la zona donde se iba a grabar las escenas de la caza de la gran ballena.

Estos pescadores eran unos personajes muy conocidos de La Isleta y pertenecían a familias sencillas y trabajadoras que practicaban la pesca de anzuelo y amaban como nadie su profesión. Se consideraban privilegiados por tener el mismo oficio que los discípulos de Cristo.

Por las mañanas salían en sus barquillas por la zona de La Puntilla y, al llegar a la gabarra, la gran barcaza en donde se suponía que se mantenía a flote Moby Dick tanteaban el silencio y comenzaban su tarea.

Intentaban atraer a las gaviotas para crear un decorado idóneo para el director.

El Grandote decía que no le tenía miedo a nada, pero a esa gran ballena le tenía terror… Por eso iba con la cabeza levantada mirando alrededor con los ojos bien abiertos, vigilantes. La espiaba, la oía, la sentía en mitad del silencio del mar.

Al llegar al lugar previsto, al fondadero, los dos hombres se aproximaban lo más que podían para arrojar el pescado a las aves. Y al instante las gaviotas, igual que aviones de combate, se precipitaban para tratar de picotear los alimentos. Armaban un gran alboroto con sus chillidos agudos, con sus graznidos de hambre. Cogían el sustento al vuelo.

Se peleaban por conseguir la pieza mayor del festín.

Revoloteaban por encima de los marineros y el Chucho disfrutaba con la situación. Pero uno de aquellos días que intentaban invocar la presencia de las gaviotas, brotó como una señal de fatalidad, una neblina de agua de una altura infinita, una especie de géiser seguida de mi entrañable gordinflona, pálida, toda blanca, expulsando chorros de espuma por sus fauces.

¡Dios nos guarde! Se le escuchó entre dientes al Grandote. El susto fue mayúsculo, tanto como aquella noche que el capitán Ahab paseaba por la cubierta del barco, y después de husmear el aire declaró que debía haber una ballena cerca.

“No tardó en hacerse claramente perceptible el olor especial que a veces proyecta desde larga distancia el cacahalote.

¡Por allí resopla! Una joroba como un monte nevado ¡Es Moby Dick! ¡Es Moby Dick!

Todos los hombres que estaban en guardia confirmaron la capacidad detectora del capitán….”

Pero Moby Dick avanzó resuelta, erguía la cabeza, quería saber que pasaba, no podía reprimir su curiosidad. Y cuando se encontró de frente con los marineros refunfuñó, y sus ojos, igual que puñal, les atravesó el mismo corazón.

Después se balanceó hacia adelante, dio vueltas en torno a ellos y con su cola titánica azotó las aguas como si se pusiera en pie de guerra. Al Grandote el corazón le empezó a latir aceleradamente, se santiguaba una y otra vez, las facciones de su rostro se estremecían. El sonido que producía la ballena era igual que si una avalancha de pedruscos hubiese caído al mar. Formó una agitada franja de burbujas.

El olor a pescado impregnaba el aire…

…Desde La Avenida contemplaba el constante ir y venir de las inquietas olas. Se desgajaban con furor contra la playa, barrían la arena, martilleaban el barandal, salpicaban a quien cogieran por delante.

Purificaban la isla.

Yo miraba preocupada a Moby Dick y me parecía que había algo extraño y diabólico en ella. La vi ausente, como si estuviese poseída y no se encontrara del todo allí, como si estuviese más preocupada que de costumbre. Como si presintiera el triste destino que le perseguía. Su ingrata suerte.

El Chucho y el Grandote eran unos tipos generosos y se decía que con ellos había llegado la suerte, porque compraban carne de calidad, tal como le habían ordenado, -comida que era un lujo para la época- y con esa picaresca tan española, la repartieron a manos llenas entre amigos y conocidos. Recuerdo que en casa se festejó el rodaje con una carne compuesta riquísima.

Y a las gaviotas les echaron restos de pescad, sobras.

Hubiese sido una pena echarle la carne que valía un dineral para los bolsillos de las humildes familias de la zona. Se compraba -como decía mamá- con muchos sacrificio y la mayoría de las veces “fiada”, es decir apuntando en un papel de estraza lo que te llevabas para pagarlo a principio de mes o cuando le pagaran a mi padre aquellos atrasos que le debían…

Relato del libro “Moby Dick en Las Canteras Beach” de la escritora Rosario Valcárcel editado por Anroart.

 

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