“Necesito el mar porque me enseña.”. Pablo Neruda

Viernes: aviso naranja por costeros (oleaje) y aviso amarillo por viento.

Ser player@, de la Playa de Las Canteras. El “ayer” de Manuel Salcedo

Foto portada: Manuel Salcedo en el centro ( con una flor en la solapa) junto a sus compañeros de Italcable.

En septiembre de 1946, cuando yo tenía 12 años, mi familia se trasladó de Madrid a Las Palmas de Gran Canaria. Viaje en tren, desde Madrid a Cádiz y de Cádiz a Las Palmas, en el “Ciudad de Sevilla”.

Aunque tuve una muy breve experiencia en la playa de Cádiz, mi “bautismo playero” tuvo lugar, a los muy pocos días de llegar a Las Palmas, en Las Canteras. Yo era el mayor de cinco hermanos y ninguno sabía nadar, por nuestro origen de “tierra adentro”; nos íbamos a la orilla a hacer “sopita y pon”. Pero algo nos decía que era una auténtica desgracia el no poder adentrarse en aquellas límpidas aguas y nos aplicamos a la tarea del aprendizaje natatorio y, en poco tiempo, “la barra”, a marea baja, era lugar de parada.

La arena, por aquel entonces y durante muchos años, permanecía limpia y más gruesa porque, como es sabido, tenía relevo. El viento se la llevaba hacia Guanarteme y los Arenales y era reemplazada por la que el mar aportaba nuevamente. Las fotos de la época muestran que el nivel de la arena, en las partes altas de la playa – la Avenida- era, por lo menos, dos metros más bajo.

Con la construcción de toda la avenida y los edificios ubicados en ella, se interrumpió el flujo natural de salida de la arena y la playa se fue colmatando, subiendo el nivel de arena en la zona seca, y además se fue acumulando “por acá” de la barra y los sebadales y resto de vegetación se fueron quedando enterrados, con incidencia negativa sobre la propia vegetación y sobre la notable fauna que por la zona vivía. Las peñas “el Pastel, el Pico, los Perros y el resto de ellas”, que estaban en el límite de arena seca y mojada, con el tiempo, también fueron casi desapareciendo, cubiertas por la arena que no encontraba salida.

Lamentablemente, tanto Costas como el Ayuntamiento tardaron muchos años en admitir que el estado de la playa, agua y arena, tenía una muy simple y fácil solución: llevarse la arena seca del plano inclinado que se formó desde la orilla a la avenida, con objeto de que, al reducirse la pendiente, el agua tuviese la posibilidad de llegar hasta arriba, a marea llena, limpiando la arena seca, al tiempo que depositaba el arrastre de arena que traía de la barra y se liberaba a la vegetación de la arena que la cubría.

Esta maniobra, al fin, se realizó hace algunos años, con buen resultado y es una operación que debería repetirse, con un estudio bien ponderado de todas las consecuencias, cada equis años, para que la arena seca no se acumulase y pudiese liberarse la que pone en peligro el ecosistema de la barra.

Según este método, si un día, a marea llena, el agua llega hasta arriba y no podemos colocar la toalla, consolémonos por que se está limpiando la arena y se está protegiendo el ecosistema, en beneficio de todos.

Me parece que me he metido en profundidades y lo que, en realidad toca ahora es contar cosas de las de antes.

Vivíamos en Las Palmas –por aquellos tiempos, coloquialmente, la Ciudad la partíamos en dos: Las Palmas y el Puerto-. Me quedaba más cerca de casa la playa de las Alcaravaneras y además, en ella, jugábamos tremendos partidos de fútbol, en la arena seca y, a veces, ardiente; también alquilábamos barcas. Pero hacia 1952/1953, decidió mi grupo de amigos acudir a Las Canteras. ¡Íbamos en la guagua con chaqueta y corbata y cosa ridícula, con el bañador envuelto en la toalla al aire libre, sin guardarla en ninguna bolsa¡. Nos cambiábamos en el antiguo balneario y a disfrutar de lo lindo, con nuestros “meybas” reglamentarios y a respetar la rígida disciplina cívica de tan horrible período. Recuerden los bandos municipales que disponían que, en la arena, tanto hombres como mujeres, debían estar con el torso cubierto por camisa o albornoz y solamente al entrar en el agua nos desprendíamos de tales prendas; las mujeres se acercaban a la orilla acompañadas y entonces se quitaban el albornoz y se lo entregaban a la compañía; al salir del agua, la operación, al revés, y a la arena bien tapaditas. Pero, como quien hace la ley hace la trampa, más de un achuchón de parejitas se vio encima de la barra.

Seguimos recordando y se nos ponen de punta los pocos pelos que nos quedan. A fines de los años 50, el obispo Pildain, en supuesta connivencia con el alcalde de turno, Ramírez Bethencourt, consiguió en una ocasión, una división física de la playa, a la altura de la antigua Casa Galicia, por medio de una valla de cañas., con objeto de separar hombres y mujeres y así preservar la moral católica. Lo vieron estos ojitos míos. Posiblemente, protestas ciudadanas obligaron al Gobernador a pasar instrucciones para que se retirase tal empalizada.

Por aquellos años, se colocaron unas balsas de hierro y madera, con bidones vacíos como flotadores; también se anclaron uno o dos trampolines en algunas de las peñas. Ambos elementos de ocio era muy peligrosos y, en poco tiempo se retiraron.

La Avenida estaba construida hasta el Muro Marrero y la Playa Chica. Hacia la Cícer, arena y el proyecto de continuidad. Por cierto, una de las diversiones de los playeros era tirarnos, a marea totalmente llena, desde el muro al agua, a pesar de que los guardias municipales no lo permitían. El tirarnos por detrás de la barra, también lo practicábamos en alguna ocasión. Después llegaron los partidos de fútbol, en la arena semimojada, a la altura de la Cícer; hasta tres horas estábamos dándole a la pelota, sin cobrar nada, terminando con los pies para ponerles bálsamo.

En 1955, mi familia fue a vivir a la calle Albareda y esa circunstancia de proximidad a la playa la aprovechábamos yendo a bañarnos casi todos los días del año; nos poníamos a la altura del viejo Club Palas, dispuestos a aprovechar las horas lo mejor posible. Un par de años después, apareció ante mí una preciosidad de chiquilla, que vivía en la calle Sagasta, con la cual, después de los correspondientes escarceos amorosos, “formalicé” noviazgo y tras el noviazgo, la “vicaría” de la época. Y hasta la fecha, felizmente.

Disfrutábamos en la playa, tomando el sol, tal vez más de la cuenta, por aquello de la protección solar; paseando por la orilla o nadando hasta la barra, por la que caminábamos haciendo equilibrio para evitar darte el “leñazo”.

Cuando comenzaron a “venir” los hijos, como seguíamos viviendo en la calle Sagasta, los primeros remojones marinos se los llevaban a los pocos meses, todavía sin saber caminar. Lo cierto es que la playa fue un extraordinario campo de ocio y que curtió a la chiquillada en cuerpo y alma. Aunque unos años más tarde nos mudamos a otras zonas de la ciudad, continuábamos con el ocio playero; sombrillas, sillas, refrescos, cervecitas, ensaladilla, tortilla y bocadillos y “cerrábamos” la playa, en reuniones familiares y con los amigos y sus familias. Mi esposa tiraba para la barra con dos o tres chiquillos, con las herramientas para coger lapas y demás “bichos” que por allí vivían; les hacía temblar de frío y le decían: “Vamos pa’tierra, mamá”. Los varones nos entreteníamos en tertulias y jugando al ajedrez.

Mi centro de trabajo, desde enero 1953 hasta septiembre 1970, mi centro de trabajo fue Italcable, sita al final de la calle Portugal y lindando con la todavía no construida Avenida. Durante muchos años, hasta que cambiamos de domicilio, iba caminando desde Sagasta, por toda la avenida adelante y, por supuesto, fui testigo de toda la construcción que se fue realizando en la zona, empezando por el hotel Gran Canaria y todas las residencias que se construyeron a lo largo.

Una anécdota: debió ocurrir por el 63 ó 64; tenía guardia de mañana y a las 6,30 bajé las escaleras de casa y me encontré, dentro del zaguán, trozos de hamacas y arena. Pensé: “Vaya gamberrada”; pero de gamberrada, nada: la marea había sido tan poderosa que había subido las hamacas a la avenida y las transportó hasta la calle, eso sí, bien rebozaditas de arena.

Continuamos durante años disfrutando de la playa con los niños, aunque en el transcurso de los años, a medida que se hacían mayores y se establecían por su cuenta, nos fuimos quedando solos mi esposa y yo, pero seguíamos yendo a disfrutar de nuestra incomparable playa.

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Manuel Salcedo con su mujer Alicia y su hija.

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