“Necesito el mar porque me enseña.”. Pablo Neruda

Viernes: aviso naranja por costeros (oleaje) y aviso amarillo por viento.

La maravillosa vida que esconden los fondos de la Playa de Las Canteras VI- “Bufffff, ¡que colores tío!”

– “Sí, ya te dije que te ibas a sorprender.”

Aunque mi amigo no creía la cantidad de peces que estaba viendo, lo que de verdad le impresionaba era el colorido con que la fauna teñía los alrededores de La Barra. Él, como tantos de nosotros, nunca se había puesto las gafas y el tubo para acercarse a explorar este territorio, tan cercano y desconocido al mismo tiempo.

“¿Cuál es ese que parece tropical?”, me preguntó sacando la cabeza del agua.

– “Un pejeverde, aunque por aquí le llamamos guelde. Un clásico de Las Canteras. Llamativo, ¿verdad?”

Mientras aleteamos hacia La Barra y descubrimos nuevos peces, la inoportuna nube se aparta al fin y deja vía libre a la luz del sol, que embellece aún más los colores.

“Mira ese que raro. ¿Donde se metió?”

– “Era un pez peine. Lo asustaste y se enterró de cabeza en la arena. Déjalo, no saldrá mientras no te vayas.”

A mitad de camino, ya con dos metros de profundidad y algunas rocas, le animo a que me siga hasta el fondo y permanezca unos segundos junto al suelo, para que observe de cerca a un personaje que estoy divisando desde arriba.

“Que ojos tan curiosos tenía el chiquitito ese.”, me dice cuando subimos.

– “Eso era un tamboril. Siempre anda pegado al suelo buscando pequeños hierbajos. No quedan muchos por aquí. Ahora coge suficiente aire y vuelve a bajar, pero mira bien en el hueco que hay entre las piedras.”

“¡Ah! Dos muy pequeños, de color naranja, ¿no?”

– “Exacto. Eso son alfonsitos. Siempre andan metidos en agujeros y rajones, acompañando a otros peces.”

Cuando llegamos a la barra le dejo a su aire, para que se recree con el espectáculo que se despliega ahora ante sus ojos. Los tonos vivos de la fauna se mezclan aquí con ese hipnótico color verde del suelo, sembrado de cymopolias, y convierte la escena en algo memorable. Los gritos de asombro se escuchan desde la superficie, saliendo a través del tubo.

– “Jajajaja… ven pa’ cá, ahora vamos a movernos paralelos a la barra hasta Playa Chica, para que veas cómo van variando la vegetación y la fauna según avanzamos.”

De repente nos vemos envueltos por un banco de salemas, que casi nos rodea por completo. Un puñado de sargos y viejas se acerca también poco a poco.

– “Piensan que vas a darles pan. Gira en círculos despacito y verás como acaban rodeándote.”

Este siempre ha sido mi lugar preferido, a unos 10 metros de la barra y rodeado de peces te olvidas de todo. En realidad, si uno permanece inmóvil aquí durante un tiempo, llega a sentir que está fundido con este mágico entorno. Es una extraña sensación de paz. Cuando mi amigo intenta apoyarse en una piedra, me saca del trance.

– “¡Chaaaaacho, chenfri! ¡Mira bien donde te apoyas!”

“¡Coño!, no lo veía. ¿Eso que es?”

– “Eso es un rascacio. Se camufla tomando el color de las piedras para sorprender a sus presas, menudo elemento este. Se defiende de los predadores usando sus espinas. El pinchazo es doloroso, no lo toques.”

El frío empieza a colarse entre los huesos y es hora de dar media vuelta. Mi amigo, visiblemente impresionado, promete volver. Ahora, tirados en la arena, mientras observamos a la rubia del bikini rojo que camina por la orilla, recordamos la margullada. Cuando le pregunto por la fauna repite constantemente lo mismo.

“¡Que colores, tío! ¡Que colores!”

Manuel Marichal.

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