“Cuando dos caminos se separan… toma aquel que se dirija a la playa”. Hannah McKinnon

Jueves: buen tiempo, día de playa

Sucedío en Las Canteras..¡Y yo lo vi!

Relato

Fue en una brumosa mañana de septiembre, de tiempo un tanto desapacible, de atmósfera turbia y revuelta, ventosa y nublada, tan diferente del bonancible reinante en casi todo el resto del año.

Era por los días inequívocos de “las mareas del Pino” que aquí en Las Canteras suelen romper con la apacibilidad habitual del estado del mar en esta considerada como gran piscina natural de ambarinas y tranquilas aguas.

Días de ambiente un tanto melancólico que influyen bastante en la asistencia de bañistas y paseantes por la prolongada playa de doradas y morenas arenas.

Yo estaba allí, ojo avizor como siempre, a la expectativa de lo que pudiese suceder tanto en las húmeda arena de la playa, en el encauzado y largo paseo marítimo que la delimita, como en las aguas en sí de lo que es la bahía del Confital, en la parte interior de la barra sobre todo, pues la alborotada marea de flujos y reflujos agitados estaba bajando y el oleaje, cada vez más encrespado, esa era la verdad, prometía deparar más de una para mí grata sorpresa de hallazgos imprevistos y apetecibles.

Bien porque el familiar paraje estaba entonces más bien medio nebuloso por causa de las espumas que originaban el embate continuo de las olas, principalmente contra la musgosa y resbaladiza Barra y por ello resultaba peligrosa la resaca formada o bien porque, en tan significativa fecha, el Día del Pino, en el pueblo canario considerado religioso y festivo pese a todo y las madres de Guanarteme y Santa Catalina suelen prohibir a sus hijos el acceso a la playa en tan señalada efeméride, el caso era que, en la mañana que ahora estoy a evocar, ciertamente había poca gente en Las Canteras y menos aun en las en aquellos momentos turbias y revueltas aguas que las continuas y encrespadas olas arrojaban como bramando o rugiendo para romper sobre la orilla, espumeantes.

Por eso, a mí que desde mi preeminente situación oteaba el conocido paisaje marítimo me llamó de pronto la atención una niña de seis o siete años que, alzando los torneados bracitos, de espaldas al paseo de la playa en sí, se iba adentrando como de manera insensible entre las turbulentas olas, intentando a veces cebarlas, en dirección a la en aquellos momentos oculta barra que era en su parte exterior o de mar abierta en donde rompían con todo furor y bravura las altas olas restallantes en medio de irisados colores y blancos espumarajos.

La niña, que se mantenía de pie, parecía cantar contenta y chillaba de gozo sin percatarse de que al ser empujada de un lado a otro, la arena en vertiginoso movimiento se iba retirando por debajo de sus pies, sumergiéndose una y otra vez y saltando para asomar la cabeza, riéndose, ignorante del peligro que corría. Y reía con alegres carcajadas o emitiendo reiterados gritos de satisfacción, alzando gozosa los brazos con sus manos con los dedos abiertos pero como preparados para apresar algo intangible. ¡Y sí; por un momento me pareció ver algo fascinante, increíble, pero que hube de olvidar al comprobar lo crítico de la situación!.

Yo, viejo y ducho en la materia, bien pronto comprendí la situación desesperada que allí se estaba germinando, que era inminente una tragedia y que, lamentablemente no podía hacer nada, por lo que buenamente pude y chillé, grité reiterado, me agité y revolví desde mi alto observatorio, tratando de alertar a las personas que paseaban junto las barandillas o por el borde de la playa. Y tanto alboroto debí de hacer que aun en medio de la baraúnda del oleaje y el viento reinante que lanzaba en oleadas continuas verdaderas nubes de espuma y rocío más allá de la barra, por fin, en unos segundos que a mí me parecieron eternos, si que se me escuchó, si que se apercibieron algunas personas de mis frenéticas llamadas de socorro y alarma.

Junto a una de las escaleras de acceso de la playa al paseo y que acababa de ascender, una joven madre, cubierto el húmedo bañador por una especie de moderno pareo, cargando a una nena de apenas un año sobre la firme cadera que sujetaba con un amoroso brazo, con la otra mano ocupada por toallas mojadas y uno o dos juguetes playeros de plástico, se sacudía al mismo tiempo y como podía las arenas adheridas a pies y piernas restregando los unos contra las otras para calzarse las playeras que acababa de depositar ante sí.

Al oír mis frenéticos gritos de advertencia y observar al mismo tiempo que uno que otros paseantes se detenían y miraban con curiosidad y atención a la mar embravecida, la mujer que cargaba a la bebé, miro por un instante indecisa tras de sí, se le cortó la sangre en las venas y la misma respiración y lanzó como un alarido.

 ¡María del Pino!…

Porque, María del Pino, la hija mayor que fue el motivo principal de que, por no escuchar más su ronroneo de súplicas, motivase que bajasen las tres a la playa, no estaba allí, detrás de ella, enjugándose el cabello y el cuerpo con la toalla de múltiples colores.

Y la pequeña María del Pino, ignorando el peligro que corría y la alarma surgida por su causa y mis gritos de advertencia continuaba destacando su minúsculo bañador de color rojo, con su juego de dar saltito tras saltito; notando, si como que la arena del fondo parecía huir, deslizarse rápida bajo sus pies. Ella gorgojeaba, entonaba entre dientes vete tú a saber que trozo de canción, sintiéndose completamente feliz en tales momentos, inmersa en el agitado mar que tanto le gustaba, sin temor alguno. Aunque, la verdad que llegó a pensar por un instante que más le hubiese agradado la bonanciblidad, quietud y transparencia de las aguas de otras ocasiones en que, si introducía por unos momentos la cabeza, apretándose la nariz con los dedos de la mano para contener la respiración podía admirar ese otro mundo del mar, de los fondos marinos, de maravillosos tonos azules, verdosos y ambarinos, tan fascinante y llamativo, en visión diáfana y clara propia para encender su fantasía y sus todavía confusas ilusiones.

La joven madre, con el susto en el alma se movió frenética, depositando a la pequeñina que portaba sobre uno de los bancos de piedra del paseo, que de inmediato fue cuidadosamente atendida por un matrimonio con aspecto de foráneo que por allí transitaba y como yo y otras personas estaba siendo testigo de la tragedia que se cernía, que se estaba fraguando allí.

 ¡María del Pino!… ¡María!.- clamó una y otra vez la madre con trémolos de angustia en la voz en tanto que disponía a descender rauda las escaleras que instantes antes había ascendido.

Como inmediata respuesta al reclamo materno surgió en la playa, corriendo, la figura de un hombretón fornido, velludo, en bermudas, que, percatándose del lance se lanzó a las aguas revueltas caminando lo que pudo y braceando luego hasta llegarse junto a la niña que, realmente, entonces sí se asustó al sentirse sujeta por los velludos brazos de aquella especie de tritón que elevándola a pulso en el aire la transportó hasta la orilla.

En donde una madre angustiada y llorosa abrazó y besó una y otra vez a la niña, dando en su interior gracias por la salvación a toda la corte celestial, a la santísima Virgen del Pino en su día, olvidándose en su emoción de reprenderla por no haberla seguido y salir del agua cuando se lo dijo al tiempo que se ocupaba de su hermanita.

Como también, apenas pudo agradecer su gesta al hombre de las bermudas que, tal como viniera, desapareció entre la gente que ya formaba corro, no sin antes, eso sí ser reconocido con murmullos de aprobación su providencial intervención.

Y el suceso, la tragedia que pudo haber sido y del que yo fue veraz testigo, pareció esfumarse allí, rematarse con la entrecortada explicación de la niña , más asustada por la gente que por lo que ella estuvo tomando como un delicioso juego entre las olas. _ Mamá,… que yo no me asusté… ¡Que yo oía algo como una música muy bonita, una música preciosa que me parecía como si tuviese muchos colores…

Y. continuaba, en tanto caminaba presurosa al lado de la madre todavía no recuperada del todo del susto y que llevaba cabalgando a la cadera a la niña pequeña, con las toallas mojadas y uno o dos juguetes de plástico en la otra mano, con la que además, apoyándola en la espalda de su hija mayor parecía deseosa de alejarse del lugar. Y apenas sí prestó mayor atención a lo que terminó como un soliloquio infantil. …

….Y sentía como si un rayo de luz, muy brillante, maravilloso me sostenía para que yo pudiese saltar y jugar en el agua. Y yo no me asusté.

Lo del rayo de luz, doy yo fe de que efectivamente, como si viniese en directo del centro, del corazón de la isla en donde en tal día se estaba festejando a Nuestra Señora la Virgen del Pino se posó sobre la cabeza de la niña y luego dulcemente se extinguió, como si se retirase una vez hecho el milagro.

Y yo me gocé todo el suceso, sin poder hacer nada… y es que,….

¡Tan solo soy un viejo y gruñón guincho que vuelo y revuelo todos los días sobre la playa de Las Canteras, buscando algo para mi voraz apetito o que llame mi atención, antes de retirarme, plañidero, con mis congéneres en los bellos atardeceres canarios a los acogedores riscos de El Rincón, por donde se alzó durante mucho tiempo la singular Peña de la Gaviota!

Diciembre del 2004

Anónimo 

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