“Necesito el mar porque me enseña.”. Pablo Neruda

Viernes: aviso naranja por costeros (oleaje) y aviso amarillo por viento.

La estrella de mar.

“UN DÍA DE SEÑALES”

A veces los días son uno de esos, de los que comienzan con señales aún antes de que te hayas levantado de la cama, en los que incluso parece que amanece antes, o quizás sea sólo que los cinco sentidos aguardan con más ansia a que algo suceda, porque estás más atento … o porque quieres estarlo. Y entonces paseas expectante, con la mirada hambrienta de todo, hasta de aquello que saboreas cada día, no importa, porque esa mañana todo te sabe más, pero porque cada cosa te sabe a poco y disfrutas el momento detenido, pero pensando en cuál vendrá después.

Sin embargo, aquél no era un día de esos, pero lo pareció. ¿Quiere ello decir que, en realidad, son más numerosas las fechas importantes que aquellas que marcamos en el calendario a comienzos de cada año? Probablemente, quizás algunas hasta deberíamos tacharlas para siempre. Pero siempre es mucho tiempo, sobre todo, cuando la vida te devuelve tesoros escondidos, sí, te devuelve, porque siempre fueron tuyos aún sin saberlo. Sólo había que mirar atentamente. En efecto, no era un día de esos, y nada hacía sospechar que fuera a serlo.

Paseábamos de la mano, sintiendo la arena tibia bajo nuestros pies, pues, aunque era media mañana, el sol se había levantado generoso y calentaba de buen grado la orilla, salvo aquellas zonas a las que sus rayos no llegaban aún (entretenidos, como estaban, jugando al escondite a través de las ventanas más altas de la avenida). El tiempo pasaba más lento y, tras haber llegado ya a los muellitos, tocando con la punta del pie el filo de una piedra cualquiera, (como manda la religión del paseante que ha completado con éxito la mitad del paseo de la Playa de Las Canteras, en dirección a la Cícer), nos encaminábamos de vuelta, con el rostro ahora girado hacia el otro lado. Mirando al mar, claro, o es que acaso hay quien piense que el mar nació para otra cosa que ser mirado …

No hay persona que pueda volverle la vista al mar, salvo para mirarlo otra vez, pues siempre es distinto aunque no se salga de su sitio para moverse. Y no deja de hacerlo, incluso cuando tú no lo observas, siempre hay alguien que, de una manera u otra, se asoma a echarle un vistazo, como temiendo que desapareciera por falta de atención. Y en eso pensaba cuando pasé bajo el balcón de Tino y sus dos Alicias, porque su particular país de las maravillas está a sus pies, y no necesita mirar a ambos lados del espejo, pues con las dos puede soñar teniendo los remos en tierra. Y mientras caminaba seguía cavilando, y juntos volvimos la vista hacia arriba para levantar la mano por si allí estaba él, pero la marea estaba baja y no avisaba cambios, así que era lógico dejar el saludo para otra ocasión.

Supimos de su garza y la buscamos alrededor porque aún era el tiempo. Allí estaba, tal y como había dicho, y sin embargo, nunca la habíamos visto … Quizás porque no miramos con mimo lo que sus alas venían buscando en el vuelo, y no dimos secreto al tesoro que nadie escondía. Fue entonces cuando las manos parecieron más juntas y el tiempo más corto, o más largo en el deseo, no sé con exactitud, pero el día se volvió de señales, y eso que Tino no dijo nada acerca de estrellas, pero empezamos a ver lo que nunca antes habíamos descubierto.

Pasada la Playa Chica sin detenernos, pues todavía era pronto para el amigo Roberto, hablamos, como siempre, de las tres preciosas puertas de la balconada blanca de Fernando en el Muro Marrero, ( sobre ese fondo pintado vainilla que siempre me invita a pensar en un cucurucho de helado).¿Cuál elegiría yo para asomarme cada mañana?, caprichos de la mente, que tontea hasta con los más pequeños detalles cuando el rato es distraído. Y entonces sucedió, al llegar delante del que un día fue chino y aún sigue siendo rojo, en la casa del té donde todos un día comimos platos de Oriente, de donde dicen el Sol Naciente, y apellido Ming sin ser dinastía.

El agua no alcanzaba las rodillas, y la marea estaba tan baja y serena que las salemas miraban curiosas mis pies en vez de huir como hacían siempre, pero algo distinto brillaba entre mis dedos que yo alcanzaba a ver sin tener que agacharme para ello. Tenía un extremo más corto que los demás, y ahora ya no sabría decir si éstos eran cinco o seis, (¡qué rabia!, debí haberlo memorizado porque era la primera vez). Llamé a Jose para compartir con él tal secreto, cuya mano hacía ya rato que había soltado a la búsqueda de otros tesoros que, en forma de conchas y piedras distintas, la jornada me ofrecía. Pero él no sabía que la mañana ya había decidido, mientras avanzaba, que ese sería un día de señales, así que, convencido, me dijo que se trataba tan sólo de algas. Una un tanto peculiar, sí, pero nada más.

Como un niña traviesa que hace notar que “se mantiene en sus trece”, me crucé de brazos sin avanzar un paso más, decidida a mostrarle el signo de suerte. Me incliné ligeramente, como si el agua tuviera una superficie lisa que pudieras aclarar dejándola quieta, y opté por introducir suavemente la mano para que nada pasase. Jugó a engañarme porque, en efecto, nada pasó … hasta que ya no pudo disimular más las cosquillas que, tímidamente, me atreví a hacerle con el dedo índice de mi mano derecha. ¡Era cierto!, ¡se movía!… La dudas iniciales dieron paso al entusiasmo de descubrir algo nuevo en Las Canteras de todos los días, y ya con ella sobre la palma avancé hacia Jose, quien, volviendo sobre sus pasos y sin ocultar la sorpresa, reconoció su error. No era un alga inerte que sólo se mueve cuando la mece el agua, lo que reposaba sobre mi mano parecía haber decidido instalarse en ella porque se agarraba con fuerza, se encogía ligeramente, como si estuviera molesta por haberla despertado a destiempo. Pero qué podía hacer yo, necesitaba creer y ese día ya había encontrado mi señal.

Era una estrella de mar, pequeña aún, pero del club de la buena estrella, de ese que almacena historias que contar en su momento. La volví a sumergir, pero esta vez lejos de la orilla, en una de las piedras del House Ming, a salvo de su despiste y del deseo de más señales.

Nadia Jiménez

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